«El juego del otro»
Paul Auster, Enrique Vila-Matas, Jean Echenoz, Barry Gifford, Paul Klee, Sophie Calle. Errata Naturae. 224 páginas. 20,90 euros.

Los seis protagonistas de este juego de espejos no son personajes en busca de autor, aunque Pirandello les habría invitado gustoso a alguno de sus escenarios. Para ser ellos mismos o simular que lo son, si así nos parecen.
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«El Juego del Otro» es un baile de máscaras en el que sus autores se disfrazan de sus propios personajes formando una rara y sugerente coreografía donde cada uno ejecuta sus movimientos en un paso a dos basado en la armonía de lo inseguro, en la belleza de lo casual y en la defensa de la impostura como posibilidad de transitar el mundo, danzando sobre sus contradicciones, forzando la voz propia para escucharse en otros. Aunque el eco devengue en inquietud, o dicha de no reconocerse.
Vila-Matas y Echenoz
Como esos grandes amores cuya esencia no se basa en orden premeditado, sino en casualidad, «El Juego del Otro» se inicia con la rememoración de algunos encuentros entre Enrique Vila-Matas y Jean Echenoz . Una noche barcelonesa “volada” en un bar que ya no existe, una sola carta intercambiada entre ambos, y algunas coincidencias en presentaciones literarias donde la mejor frase escrita es, se deduce, la que indica la salida de incendios. Este es el punto de partida de un tango-conversación entre dos autores que reivindican la apropiación ajena como fórmula de inspiración literaria y el intercambio de percepciones como ofrenda amistosa y creadora. Un diálogo- apache cuyo baile de palabras se mueve entre “el declarado deseo de no ser Nadie”, expresado por Vila Matas y el propósito de “robar y apropiarse de situaciones para darles un orden diferente”, defendido por Echenoz, que culmina en una caída gloriosa donde impostor y ladrón abrazan “el no libro como joya sublime de la literatura” y se emplazan a una nueva cita canalla: “tendríamos que ir pensando en encontrarnos en la presentación de un libro que no exista”. Está claro que con estos bandoneones dependerá del lector deducir si lo que acaba de leer responde a una conversación real y una admiración cierta, o no. Puede que estos dos individuos no se hayan visto nunca ni se profesen ningún afecto. En cualquier caso, les encantaría que su amado Satie dijera de ellos: “Se llaman Enrique Vila Matas y Jean Echenoz , como todo el mundo”.
Barry Gifford y Paul Klee
Un diario siempre encierra la posibilidad de mentirse a uno mismo sin que nadie le lleve la contraria. Así podría resumirse la segunda danza de «El Juego del Otro». Dos pintores, Paul Klee y August Macke. Un viaje a Túnez en 1914 en el que Klee publica sus sensaciones y vivencias al respecto y encuentra su contrapunto en las que el otro artista expresa las suyas. Dos percepciones antípodas: real la de Klee y supuesta la de Macke, ya que es otro escritor, Barry Gifford , quien le toma la palabra al fantasma de éste último para deconstruir, un siglo después ,un diario pretendidamente objetivo del viaje compartido por ambos.
Barry Gifford, cuyas obras han servido de inspiración al cineasta David Lynch para algunas de sus películas más conocidas, suplanta la personalidad de Macke y construye un alambique donde la crueldad hacia Klee se destila gota a gota, tedio a tedio. Este Callejón del Gato, donde las percepciones de ambos pintores sólo coinciden en la precisión notarial de las fechas, conduce sin remedio a la conclusión de algo ya sabido: el mundo sólo existe en función de cómo lo miramos y aún así, la visión que obtenemos de él, resulta deformada e instransferible. Desde luego el baile de Macke con Klee no tiene nada que ver con los extrasístoles de ningún corazón salvaje, ni el desenfreno que Gifford inventó para el viaje de Saylor y Lula, donde Lynch le puso imagen y Chris Isaak erotismo sonoro. Esta parte de «El Juego del Otro», podría resumirse en la reflexión que Macke-Giford hace sobre Klee: “No he conocido a ningún fumador de pipa que no sea un pelma. De esos que se empeñan en aburrirte a muerte, incluso después de darse cuenta de que no te interesa lo más mínimo lo que te están contando”.
Sophie Calle y Paul Auster
«El Juego del Otro» se cierra con un malabarismo original donde objeto y sujeto se confunden hasta encontrarse sin domicilio fijo. La polifacética artista francesa Sophie Calle somete su danza creativa a la partitura que Paul Auster compone para ella en un particular manual de Nueva York, cuyas instrucciones de uso sólo deciden ambos. La fotógrafa del dolor exquisito ya había sido utilizada por Auster como inspiración para el personaje de María Turner en su «Leviatán» , donde el protagonista masculino expresa: “acepté actuar como si nuestra relación fuera un secreto, un drama clandestino que había que ocultarle al resto del mundo”.
Sin embargo, en este cuaderno de baile, la artista de los ritos y las estructuras arbitrarias le pide al escritor que la libere de su pretensión de ser imaginario y la construya un todo público y real en el que poder integrarse. Auster la elabora un guión para embellecer su vida en esa Ciudad-Manzana donde el cielo y el infierno se cruzan en azares de avenidas numéricas, donde la suerte depende del trozo de luz que le toque a tu sombra. Un todo cuyas partículas deben derribarse y reconstruirse a diario en la búsqueda de uno mismo. Una cabina telefónica (metáfora del sentirse unido a alguien, antes de los teléfonos portátiles), sonrisas, humo, bocadillos y palabras con desconocidos, son las piezas con las que ambos creadores intentan rescatar de la invisibilidad espacios y seres anónimos, para construir un lugar único, fugaz y memorable donde algunas respuestas aisladas acierten a definir interrogaciones compartidas.
Cuando la Eva-Calle, perseguidora y perseguida, concluye el rito amable y urbano al que ha decidido someterse, Auster-Dios ,le dice: “Ya está, Sophie…Ya está. Puedes dejar de sonreír”. Como si la sonrisa fuera un paraíso perdido en ese más allá del veneno rutinario que albergan las manzanas de ciudades grandes o pequeñas.
La editorial Errata Naturae hace honor a su nombre en la recopilación de estos textos que, sin conexión aparente, coinciden en la necesidad de entender que el gran error de la naturaleza humana, en su representación artística o literaria, es la pretensión de verdad. Solo la política, las religiones y los mercados se empeñan en ofrecer certezas domesticadas. «El Juego del Otro» permite disfrutar de una extrañeza donde las explicaciones del todo, naufragan o se apoyan, sin remedio, en las razones de uno. Ya lo dijo Bergamín : “Si fuera un objeto, sería objetivo. Como soy un sujeto, soy subjetivo”.
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