'Agosto y el autómata', un relato de verano de Rodrigo Cortés
CUENTO
La sabiduría instintiva de una niña y la inteligencia natural de su robot protagonizan el relato de verano de Rodrigo Cortés, que fiel a su cita con los lectores de ABC compone un divertido engranaje literario repleto de giros
Hombre del tiempo sobre fondo amarillo
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Iniciar sesiónHay brisas y brisas. Está la brisa matinal, que aún arrastra como un eco el frescor de la noche, y está la brisa vespertina, que lo preludia. Y ya. Lo demás son corrientes de aire. Las brisas, por descontado, pueden ser alabeadas o circulares, en ... zigzag o en línea recta (las menos, a pesar de las apariencias; siempre hay una curva final que lo arruina todo), se dan sólo en primavera y en verano, más en este que en aquella, y, como en primavera no llaman la atención porque nada, en principio, arreglan, sólo las del verano sirven. Así de complicadas son las brisas.
Eso mismo, aunque con otras palabras, pensaba, al levantarse, Agosto, la hija del herrero del lugar, que tenía nombre de mes pero en realidad se llamaba Agustina, nombre que sólo funciona en Zaragoza y, si acaso, en Reus, pero no en el Bierzo, que es donde ella vivía, en una fragua caliente (la de Compludo no, la otra), o encima, a mediados de agosto precisamente, en una de esas mañanas en que el aire no quiere moverse pero se mueve, impulsado por el aletear de los pájaros y el puro deseo de los bercianos, que a veces miran al cielo como si estuvieran pensando en hacerse una cometa.
Agosto era una niña prudente y seria, lo que lejos de contener su imaginación la ordenaba. Su pensamiento era libre y metódico; ancho, pero encauzado; no se perdía en frivolidades. Si pensaba en desayunar, imaginaba un desayuno frondoso y específico con leche pasteurizada de cartón (a pesar de ser de aldea y al contrario que a los toros, no le gustaba el sabor a vaca), yogur cremoso, arándanos aún húmedos por el rocío y una magdalena grande. Y se ponía a ello. O se imaginaba un vestido verde con mucho vuelo, para cuando quisiera girar y girar sin venir a cuento, y, lejos de conformarse con cerrar los ojos y flotar sobre laderas inventadas, los abría de par en par y se hacía uno allí mismo con las sábanas, o se lo compraba en China por Amazon y, con algo que sobrara de la herrería, le plomaba un poco el dobladillo. Y así. Una imaginación ordenada puede conseguir muchas cosas.
Agosto tenía, por gusto o accidente, una bicicleta, un cajón lleno de grillos, una caja de lata llena de nada, un montón —pero un montón— de acuarelas, un cubo de Rubik blanco que se había hecho ella misma y que estaba siempre resuelto, una máquina de movimiento perpetuo que se paraba a las dos horas o así y un abrelatas. Eso en la habitación. En la fragua tenía un rincón para ella sola que había empezado siendo una mesita y que su padre, a golpe de yunque y transigencia, había dejado que le fuera ganando terreno al local, porque a Agosto no se le podía decir que no; o se podía, pero no por mucho tiempo. Allí, de espaldas a las ollas y a las armas de templario que su padre fabricaba, se hacía Agosto sus propios amigos, porque Agosto, que era espabilada y buena y tenía más de diez virtudes (era, por ejemplo, generosa), no tenía amigos, amigos de verdad, un poco por el carácter, un poco por la falta de tiempo (Agosto estudiaba mucho y pasaba el resto del tiempo repasando) y un poco por la distancia a la aldea, que estaba abajo, muy abajo, detrás del bosque de abedules, detrás del río, detrás del hayedo y el castañar, delante de los tejos, donde los robles y los fresnos, un poco más cerca en verano y un poco más lejos en invierno. Así que Agosto, mes a mes y estación a estación, se había ido haciendo un perro para ella, una niña ucraniana, un mirlo, un pescador de barbos, un chaval de gafas sin nada que decir, un gnomo, una pera y un rododendro, todo de metal y tuercas y cuerdas y lastres y levas, todo sin ayuda de su padre, que recelaba de su condición demiúrgica, pero también callaba, dividido entre el orgullo profesional y el miedo, poco dado a las batallas personales desde la muerte de su esposa, que un día se cayó de una roca a otra y dejó medio huérfana a Agosto y viudo del todo al herrero.
La cosa es que Agosto —que era, como digo, espabilada— decidió una noche de insomnio que lo que de verdad le apetecía era volar. Más todavía que tener amigos, más que andar rápido, más que comer todo el chocolate que quisiera. Volar, así, como suena. Volar por encima del Bierzo, por encima de León y por encima de España entera (con Francia no se atrevía, por si allí volaban de otra manera). Volar como vuelan las gaviotas, o como vuelan los estorninos, las urracas y los colirrojos de las Médulas, por decir algo, pero más bajito y más despacio, con más juicio; Agosto era, insisto, prudente y gustaba de marcarse metas, pero también, en lo posible, de acercarlas; Agosto era soñadora y realista, las dos cosas. Buena conocedora de sus límites, los extrapolaba al mundo, al que demandaba lo justo, o eso pensaba ella, que tenía la equidad por cuarta o quinta virtud. Pero Agosto sabía también que volar no se podía, y que hacerse una máquina que lo hiciera excedía sus posibilidades, por mucha compañía mecánica que hubiera inventado ya, así que, como también era práctica, decidió que tenía dos opciones: o se ponía a estudiar veinte años de su vida, diez horas al día o más, hasta saberlo todo sobre aerodinámica, materiales y mecánica de fluidos, o se construía un autómata que lo aprendiera por ella en la mitad de tiempo, y que estuviera al día, a ser posible, de lo de las restricciones ambientales, la sostenibilidad y el ruido, porque ahora en Europa, según leía, miraban mucho lo del ruido, y ella —se decía a sí misma por lo bajo, un poco orgullosa y un poco haciéndoselo— no tenía tiempo para tonterías. Lo que Agosto se propuso fue, entonces, inventarse un inventor. Que se inventara a su vez un aparato volador capaz de salir airoso de situaciones complicadas, y que no necesitara más impulso para hacerlo que el del arrojo de Agosto, que hasta entonces había impulsado bien cuanto se había propuesto.
Agosto decidió una noche de insomnio que lo que de verdad le apetecía era volar. Volar, así, como suena. Y otra mañana de agosto, Agosto bajó a la fragua de su padre y diseñó a Jesús Javier, un autómata
Así que una mañana de agosto, una mañana sin brisa, Agosto bajó a la fragua de su padre y se puso a diseñar un autómata, al que llamó sin más Jesús Javier antes de imaginarse cómo sería, para no planificar en abstracto y conferirle desde el principio un alma concreta. Tomó un lápiz de los buenos, un papel tirando a grande, una regla normal, un compás, una goma, un subrayador, y comenzó a dibujar rectas y círculos hasta que le salió un señor con el cuerpo de su padre y la cara de Porfirio Díaz, el presidente de México, que murió viendo visiones en París a los ochenta y cuatro años.
Replicar el cerebro humano a base de engranajes y cigüeñales es difícil, pero no imposible, sobre todo para Agosto, que siempre sabía encontrar claros en la espesura. Lo difícil es el cuerpo. Para replicar un cerebro funcional bastan doce ejes, treinta y dos ruedas dentadas, dos correas o cadenas, según (una grande y otra pequeña), y una única palanca para elevar con un gesto la capacidad de atención del autómata cuando decae el estímulo. El resto son tensores, tirahilos, un devanador, ganchos, un batidor de varillas y una paleta mezcladora. El cerebro humano es simple si se reduce a lo esencial, que es jugar al ajedrez, razonar sin distracciones y mirar de cuando en cuando al techo.
El cuerpo es otra cosa
Para replicar un cuerpo hace falta tal cantidad de poleas, bielas, pernos y electroimanes que impulsen los miembros, tanto anclaje, tanta agua, tantos volantes, vástagos y ruedas de escape, que la mayoría de inventores se conforman con producir una cabeza parlante, que es lo que tendría que haber hecho Agosto, como enseguida veremos.
La cosa empezó con un simple desacuerdo: «Hola, Agustina». «Hola. ¿Hablas ya?». «Parece que sí». «No me llamo Agustina». «Sí». «¿Sabes ya diseñar aviones?». «Casi. Tengo una lista de cosas que voy a necesitar». «¿Son caras?». «No lo sé». «No me llamo Agustina». «Sí». «A ver, ¿qué cosas?». «Te lo he escrito todo aquí». «¿Sabes ya escribir?». «Parece». «Me gusta tu voz. ¿De quién es?». «Es voz de sabio. Voz de sabio en general». «Pues me gusta». «Muchas gracias, Agustina». «No me llamo Agustina». «Sí». «No sabía que tenías la capacidad de hablar, no lo tenía previsto». «He puesto un poco de mi parte». «Bien hecho». «Gracias». «Muy larga la lista, ¿no?». «Un poco». «¿Lo necesitas todo?». «Sólo si quieres volar». «Pensé que te llevaría diez años, te ha llevado una semana». «He tenido suerte». «¿La suerte del principiante?». «Sí». «No me llamo Agustina». «Bueno». Así que Agosto tomó la lista (principalmente madera de balsa, telas de distintas clases, cosas de ferretería y gasolina), le recordó una vez más al autómata que no se llamaba Agustina y bajó al pueblo a toda prisa, pero evitando minuciosamente dar saltitos, porque, por muy buen tiempo que hiciera y por mucho que luciera el sol, a los trece años recién cumplidos ya no era ninguna niña.
La letra de Jesús Javier era impecable, pero su prosa estaba aún en desarrollo y dejaba que desear
El resto transcurrió más o menos como tenía que transcurrir, y como la propia Agosto habría anticipado de no haberse concentrado tanto en los fines y tan poco en los medios. Porque una tarde a finales de verano en que soplaba el solano y el aire olía a limones, la tarde de un día de agosto que Agosto había pasado con su padre en Villafranca comprando comida, vasos, un libro de arte rupestre y cachivaches varios para la herrería, Agosto, sacudida por una intuición, regresó a la carrera a su taller, donde, en lugar de a Jesús Javier, se encontró una nota. Que decía: «Querida Agustina. ¿Cómo estás? Espero que bien, al recibo de la presente. Tenía una cosa que contarte». (La letra de Jesús Javier era impecable, pero su prosa estaba aún en desarrollo y dejaba, la verdad, mucho que desear). «Te preguntarás por qué te escribo. Pues bien, Agustina, pues bien. No sabría por dónde empezar. Déjame decirte, ante todo, que me siento agradecido por que me hayas dado la vida y la oportunidad de sentir. Ha sido un detalle, Agustina. Pero me di cuenta muy pronto de que, con la capacidad de razonar, por no hablar del movimiento, llegaba de golpe el albedrío, y con él cierta atención por uno mismo que ha ido imponiéndose poco a poco a mi deseo, Agustina, de complacerte. Entiéndeme bien, Agustina, no es que no quiera verte feliz ni desee rehuir de mis obligaciones; he perseverado mucho, ya lo sabes, en ese empeño tuyo de hacer posible la existencia de una máquina unipersonal de vuelo; he hecho al respecto, ¿cómo decirlo?, grandes progresos. Ha sido una semana notable. Es sólo que, conforme avanzaba en el conocimiento de tornillos helicoidales y rotores, de ornitópteros y alas, conforme iba aprendiendo a usar con provecho las masas y corrientes de aire, más me apetecía volar a mí y menos que lo hicieras tú, si eso había de retenerme aquí, en esta fragua tan bonita y cálida, pero tan, y de tantos modos, estrecha. Así que, a sabiendas de lo objetable de mi decisión última, que cuestiona en apariencia la gratitud que decía sentir al principio, cuando empecé a bosquejar estas letras…» (la prosa de Jesús Javier mejoraba por momentos) «… he decidido acabar el aparato, montarme en él en cuanto sople el viento y marcharme planeando de aquí, para vivir aventuras. Hay dos brisas buenas, Agustina, no sé si lo sabías, y tengo la intención de aprovechar al máximo la primera que se presente. Te dejo sobre la mesa un plano detallado del ingenio que tanto ansiabas poseer y que más, aunque sin saberlo, ansiaba poseer yo, ingenio al que aún no he puesto nombre por falta de aptitud y tiempo. Si decides construirte uno para ti, o que lo haga el chaval de gafas, que hablar no hablará, pero que, por lo que he podido observar, es muy bueno con las manos, te cedo los privilegios de su potencial patente y te dejo como único encargo —sabedor de no tener derecho a nada— que el nombre que finalmente le des me recuerde de algún modo». El autómata se despedía luego con dos o tres formalidades envaradas que no recogeré aquí por falta de espacio, y remataba con una extraña firma que parecía haber sido dibujada de derecha a izquierda y de abajo arriba, lo que no mejoró —ni empeoró— el ánimo de Agosto, que ya jugaba en su cabeza con nombres como el miseragiro, el traidomotor o el gusanohélice.
La cosa es que Agosto, a quien llevó siete días perder la fe en el género mecánico, pero que había aprendido a cambio una lección valiosa, se quedó contemplando desde la ventana la columna de humo negro que, a menos de medio kilómetro —disipada por la misma brisa (vespertina) que había propiciado la huida del autómata—, manaba de un roquedal rodeado de altísimos pinos. Y, con mirada fría y determinación de adulto, guardó a buen recaudo los planos que Jesús Javier le había dejado (necesitados, por lo visto, de ajustes), subió sin darse prisa al cuarto de planchar, junto al trastero, sobre la cocina, debajo del desván, al lado del dormitorio, entre el baño principal y la escalera, alisó primero y se puso luego el vestido verde con el que pensaba girar como un derviche en media hora o menos, y le preguntó a su padre, sin pestañear siquiera, que dónde había dejado la escopeta.
Y así concluyó Agosto su agosto accidentado, que había resultado también ser —en resumen y contemplado con distancia— esclarecedor y provechoso.
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