Rodrigo Cortés: «Desconfío de todo aquello que no tenga humor»

El cineasta y escritor publica 'Los años extraordinarios', una novela salvaje que transcurre en un mundo tan delirante que se parece sospechosamente al nuestro

Rodrigo Cortés, retratado durante la entrevista con ABC Ignacio Gil

Rodrigo Cortés (Pazos Hermos, Orense, 1973) ha escrito tres libros cuadrados y uno rectangular. «El objetivo sería hacer un libro redondo, pero ante esa imposibilidad seguimos con los paralelepípedos», dice, nada más empezar esta conversación.

El libro en cuestión, que se llama ‘Los años extraordinarios’ ( ... Literatura Random House) y se publica en unos días, no es cuadrado, en efecto, pero tampoco normal. Ni un delirio, aunque casi. Pero es que fue concebido de la forma más extraña, en el momento más inoportuno, que es cuando siempre suceden las cosas, por otra parte. Ocurrió durante el montaje de ‘Blackwood’, una película de estudio norteamericano (además de escritor de paralelepípedos es cineasta, Rodrigo, y hombre de radio y otras cosas del crear, como el Verbolario de ABC). Por aquel entonces dormía tres horas diarias y trabajaba diecisiete, y discutía constantemente con productores y demás gentes de la industria, pues en eso consiste hacer cine, entre otras cosas. «De repente, en una pausa con una llamada a Los Ángeles, me encontré una cafetería y saqué el Ipad y el teclado y empecé a escribir: “Nací el 18 de octubre de 1902…” No sabía quién era esa persona, no sabía qué le iba a pasar, y no sabía a dónde iba a ir, ni qué carácter quería. Y sin darme muy bien cuenta, en una semana tenía treinta mil palabras escritas», evoca, con esa precisión con la que se describen las iluminaciones.

—Dicen que hay novelas que se hacen con mapa y novelas que se hacen con brújula. ¿Esta es de las segundas?

—Desde luego no está hecha con mapa, de eso no hay ninguna duda. Así que diremos que con brújula, pero tampoco lo tengo claro, porque en ningún momento buscaba el norte. En cuanto se me ocurra algo ingenioso para añadir un tercer elemento te haré saber cuál es.

No tardará más de cinco minutos en encontrar la imagen: «¡Dados! Esta novela no se ha hecho con mapa ni con brújula: se ha hecho tirando los dados».

Con esta presentación no hay duda de que ‘Los años extraordinarios’ es un invento peculiar. Cuenta la historia de Jaime Fanjul (así se llama ese hombre que nació el 18 de octubre de 1902, aunque suponemos que a la sazón era un bebé), un ser que se queja muy poco y se mueve mucho. Y que juzga poco y vive mucho. Y que va dando tumbos por un mundo ‘subrealista’, es decir, por debajo de nuestra realidad, pero no muy lejos de ella. Fanjul es oriundo de Salamanca, una ciudad a la que un buen día llega el mar, y vive en una España donde monarquía y república se turnan con total deportividad. También hay dos capitales: Madrid y Espuria. En ese universo paralelo, o tangencial, el inglés no se inventó en Inglaterra, sino en São Bento, y los coches no consumen gasolina, sino pensamiento, por eso solo funcionan bien en Alemania. Y hay brujas y tahúres y pitonisas. Magia, al cabo. Nada raro. Lo resume así, el autor: «Un teósofo que flote, generalmente lo va a hacer a unos cinco centímetros por encima de la silla. Si alguien viajara al pasado, seguramente viajaría a seis minutos antes». Lo justo para sonreír.

—Fanjul describe el mundo que habita como de «falsa decencia». ¿Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia?

—Cuando incluso de forma consciente haces que la novela diga cosas contrarias a lo que piensas, de forma inevitable eso mismo hace que las cosas se parezcan cada vez más a ti. Por acción o por omisión. Incluso cuando dices lo contrario a ti acabas definiéndote, de alguna manera. Así que la novela habla de un mundo completamente diferente al nuestro, y precisamente por eso acaba por retratarlo. O al menos acaba por retratar cuál es mi percepción de las cosas. Porque acaba decantándose no por literalidad, pero sí por vibración.

—Tal vez la única forma de hablar de España sea inventarse una, ¿no?

—A veces uno creería que España más que un psiquiatra necesita un exorcista. Y eso hace que… Bueno, siempre ha sido el poder de la ficción, al fin y al cabo. A través de la fantasía, de la imaginación, o en el cine a través del género, se consiguen obras de inesperado alcance alegórico. Porque precisamente por situar un tablero que no es precisamente el nuestro, acaba el ser humano revelándose como lo que es.

Qué poderosa, la metáfora. Qué sano es esquivar las convenciones. Lo explica al rato: «Si cambias el ángulo, tu mirada ya no es la del hábito, y te permite descubrir algo que creías conocer desde un ángulo nuevo. Es como dar el paseo en torno a la estatua y darte cuenta que por detrás del David también hay músculos. Muchas veces la deformación te permite tener acceso a la verdad profunda de algo. La literalidad te suele dejar en la fotocopia».

—El protagonista del libro no juzga el mundo. Tiene una mirada como de niño que ve todo por primera vez, y justo por eso, porque no tiene filtros, revela las cosas tal como son. Desnuda la realidad. ¿Es esa la mejor forma de acercarse a la verdad?

—Tiendo a tratar de mirar las cosas como si no las conociera, casi como actitud vital. Porque tengo la impresión de que solo de ese modo tu experiencia puede ser personal. No necesariamente acertada, pero resulta mucho más interesante si el error es tuyo que si el acierto es heredado. En ese sentido aprecio y respeto mucho las opiniones genuinas aunque sean radicalmente opuestas a las mías. Aunque no crea en ellas. Cuando voy al cine, o cuando leo una novela, no valoro la obra en virtud de si se compadece o no con mis opiniones sobre las cosas. Y cuando veo una película de Einsestein, aunque sea propaganda, como ‘Octubre’, o voy a ver una película de Leni Riefenstahl, aunque sea propaganda del nazismo, apago el juicio y hago ese viaje con esa persona. Solo contemplando un objeto como si fuera nuevo puedes tener una experiencia personal sobre algo.

—Decía Fran Lebowitz en el documental de Scorsese (‘Pretend It's a City’) que hoy la gente se asoma a los libros como espejos, cuando siempre fueron ventanas. No sé si este es uno de los pecados que cometemos cuando nos acercamos a la cultura.

—Creo que hay una tendencia del lector, del espectador, del consumidor en general, progresivamente solipsista y en ocasiones infantilizada, porque de alguna manera hemos acabado interiorizando que tenemos derecho a ser complacidos constantemente. Y que la función de los demás es complacernos, y que debemos juzgarlos y valorarlos en la medida que aquello que hacen satisface nuestras demandas o no. Esa empieza a ser la relación del espectador no solo con el director sino con la productora, con el estudio, y muchas veces esto viene con ese camino de vuelta de tratar de satisfacer al fan. O de complacerle.

—Lo queremos todo a medida.

—Sí, empezamos a demandar que cada cosa que se hace se haga para nosotros. Como si ese fuera el objetivo de cualquier obra. A veces convendría que alguien nos repitiera eso: no lo han hecho para ti, es un viaje que tienes que hacer, y tú decides si lo haces o no. Es otro el que maneja el volante durante este rato. Yo, como espectador y como lector, es en lo que creo. En subirme a la vagoneta de otro cuando veo una película o leo una novela. Quiero vivir su mirada durante un rato.

Allá donde esté la comodidad, allá no encontrarán a Cortés, que va siempre buscando algo distinto. ¿Por qué? «Desconfío de forma instintiva de la comodidad. Y del bienestar que se produce por la repetición. Si empiezo a sentarme con demasiada frecuencia en una silla procuro cambiarla solo para asegurarme de que las cosas no se automatizan más de la cuenta. Porque cuando las cosas se hacen demasiado automáticas empiezas a estar más hipnotizado de la cuenta».

—Jaime Fanjul huye del afecto, pero la novela parece huir de cualquier tipo de sentimentalismo.

—Huyo de forma intuitiva y consciente, ambas a la vez, y con más volantes si los hubiere, del sentimentalismo. No de la emoción. Pero sí del sentimentalismo, que es otro de los grandes pecados de nuestro tiempo [ríe].

—¿Qué tiene de malo?

—Es casi el antónimo de la emoción, y te coloca en el centro de todo. Y hace que lo importante de los hechos sea el modo en que a mí me afectan, y el modo en el que yo sea capaz de interpretarlos para dejarte claro que soy bueno. Creo que en el fondo tiene que ver con eso, el sentimentalismo. Me parece que es una manera de hacer trampas, una manera de pedir que te quieran.

Cuando era pequeño, Rodrigo Cortés solo distinguía entre películas buenas y muy buenas. ¿Cómo iba a ser malo algo que proyectaran en el cine? «Si alguien daba la patada de la garza al final es que la película era buenísima, y si era ‘Ursus’, que es una peli muy mala, pues era buena solo, ya no buenísima, porque había un señor que peleaba con un toro, y eso ya justificaba la tarde», recuerda, entre risas.

—¿Cómo se conserva ese entusiasmo con el paso de los años?

—Es una especie de lucha consciente contra el cinismo. Con el paso del tiempo, y más ahora, porque esto se ha ido retroalimentando y estimulando desde fuera, cada vez más, el lector y el espectador se enfrentan a la obra en defensa propia. E incluso con la actitud del listo que dice ‘a mí no me la das’. Tratan de forma activa encontrar todas aquellas grietas [ríe otra vez, ríe mucho él ante el ridículo del mundo] que demuestra que tal cosa que sucede no es posible o que tal decisión de un personaje no es plausible porque él jamás haría algo así. Y creo que es una mirada muy envenenada que elimina todo disfrute, y que oscurece mucho la experiencia. En ese sentido recuerdo muy bien cuando todas las películas eran buenas, porque te dejaban ir al cine. Creo que hay algo muy bonito en eso. No estoy hablando de convertirte en un ser acrítico y complaciente y pasivo, pero sí recordar que si vas a Las Vegas a ver a David Copperfield es para durante dos horas creer que hace magia, no para gastar doscientos pavos en demostrar lo que es evidente, que es que no tiene poderes mágicos. Vas a disfrutar, no a demostrar lo obvio.

—También exigimos, hoy, que todo sea evidente, claro. Hay quien dice que vivimos en una tiranía de la literalidad.

—Creo que nos hemos hecho muy asperger todos. Cada vez tenemos menos acceso a la ironía, a la evocación, a la lateralidad. Y sospecho que en gran medida nuestro gusto creciente por la ofensa surge de eso, del literalismo. Con una visión menos literal de las cosas resulta mucho más difícil ofenderse… A la vez tengo la impresión de que en cualquier época en la que preguntáramos esto tendríamos respuestas igualmente derrotadas. Y que si lees las quejas de alguien en el siglo I seguramente hablará del ruido insoportable de Lutecia y cómo el tráfico iba a acabar con todo y cómo los jóvenes no respetaban nada. Así que trato de ser poco nostálgico y poco romántico y comprender que casi todo es cíclico y que en el fondo se repiten determinados tropos. Pero sí, hoy hay algo de aspergerismo elegido.

Rodrigo precisa con cincel sus afirmaciones, y cuando por lo que sea se acerca a la solemnidad, o a algo que se le parezca, se agarra al humor. Por eso sonríe tanto. Y por eso su nuevo libro es como es. Y por eso su protagonista presume de que sus primeros atentados tuvieron muy buenas críticas. «Lo que se parece a mí no es Jaime, es la novela», confiesa. Y avisa: «Creo que el mensaje del humor está en la propia risa: no en lo que oculta, no en sus límites, no en la murga de que el humor debe ser de abajo arriba, o de arriba abajo, o de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. El humor debe ser divertido. Y si es divertido ahí está el mensaje. En ese sentido, creo que el estilo es la manera que el creador tiene de opinar. Se opina a través del estilo».

—¿Nos salva de algo el humor?

—Buffff, todas esas declaraciones maximalistas… Tiendo a huir de cualquier cosa que pueda labrarse en mármol.

—¿Y en arcilla?

—Para mí, es como si me preguntaran si el oxígeno nos salva de algo. O si comer nos salva de algo. Ni había llegado a eso: es obligatorio. Desconfío de todo aquello que no tenga humor. Los grandes melodramas tienen humor, las grandes tragedias tienen humor. Y las obras y los autores completamente desposeídos de humor me hacen percibirlos casi como satánicos. Hay algo muy sospechoso en la ausencia de humor.

Luego cuenta que él encuentra mucho humor en Kafka, y en Yorgos Lanthimos. Y que ‘Buried’, su segundo largometraje, que narra la agobiante peripecia de un hombre encerrado en un ataúd, es, en el fondo, «una comedia sobre alguien que trata de cambiar de compañía de teléfonos». ‘Los años extraordinarios’, también, es una historia llena de ironía y disparates, y esa tal vez sea la única razón por la que el mundo implacable que dibuja, a veces tremendista, sea soportable. E incluso atractivo.

—¿La realidad siempre es implacable, despiadada?

—Lo es, desposeyendo este término de toda voluntad moral. La naturaleza es despiadada porque no actúa en términos humanos, en términos de correcto o incorrecto. Cuando estalla un volcán no es buscando hacer daño a nadie ni castigar a nadie. Y si a los pies del Etna hay uno bueno y uno malo, la lava va a pasar por encima de los dos sin mayores distingos. En ese sentido es despiadada, y es dura, probablemente porque además deba serlo, porque uno solo puede generar músculo a partir de la resistencia. Sin pesas no se puede hacer crecer el músculo. Pero no hablo de esto en términos graves o derrotistas, sino completamente neutros. Tanto creo que el mundo es duro como que conviene que así lo sea. El reto es que eso no te conduzca al cinismo, sino al aprendizaje.

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