La robinsonada de una familia que sobrevivió cuatro décadas aislada del mundo en la taiga siberiana
Vasiki Peskov narra en «Los viejos creyentes» la lucha por la subsistencia de una familia que huyó a la taiga, con inviernos de hasta cincuenta grados bajo cero y ochos meses de nevadas, y se aisló por completo del mundo
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Iniciar sesiónEl primero en avistarlos, a finales de los años setenta, fue un piloto ruso que mientras sobrevolaba un tramo montañoso de la taiga creyó adivinar un huerto. Aunque aquello era una señal inequívoca de que allí había vida humana, se antojaba una posibilidad altamente improbable. ¿ ... Cómo iba alguien a sobrevivir en plena taiga siberiana, en medio de una zona montañosa de tan difícil acceso y con esos inviernos de hasta cincuenta grados bajo cero y ochos meses de nevadas?
Una segunda incursión, la de un grupo de geólogos que llegaron a la zona en paracaídas, confirmó la sospechas: allí, en una cabaña de madera, vivía una familia que llevaba cuatro décadas apartada del mundo . Los cuatro hijos de la familia Lykov nunca habían visto a nadie que no fueran sus padres y no sabían del mundo exterior nada más que lo que estos les habían contado. Para estos robinsones, la aparición de la gente fue como encontrarse con unos extraterrestres.
«Son una mezcla de los tiempos anteriores a Pedro I y de la Edad de Piedra», le contó uno de los geólogos al periodista ruso Vasili Peskov (Orlovo, 1930; Moscú, 2013): «El fuego lo obtienen con eslabón. Hay teas. En verano van descalzos y en invierno con calzado hecho de corteza de abedul. Han vivido sin sal. No conocen el pan. No han perdido la lengua, pero hay que hacer un esfuerzo para comprender a los más jóvenes de la familia».
La causa de su anacoretismo se debía a una forma extrema de fanatismo religioso que se remontaba al siglo XVII, cuando la persecución religiosa de Pedro el Grande llevó a los fundamentalistas cristianos a aislarse durante más de dos siglos del mundo exterior, un retiro que se exacerbó en los años treinta por el programa de colectivización estalinista, aunque aún sin decidirse a vivir en secreto. Fue la caza de desertores, al fin de la guerra en 1945, cuando el patriarca Karl Ósipovich Lykov decidió huir a la taiga.
Así empezó para los Lykov un aislamiento total que se prolongaría otros treinta y tres años, hasta la llegada de los geólogos, y que la única superviviente de la familia, Agafia , sigue manteniendo en el día de hoy. De este «secreto combate cuerpo a cuerpo con la naturaleza por sobrevivir» da cuenta en «Los viejos creyentes» (Impedimenta, 2020) Vasili Peskov, el reportero de «Pravda» que entre 1982 y 1991 viajó en un puñado de ocasiones a este lugar salvaje ubicado en el sur de Siberia, en Jakasia, al que solo se puede llegar lanzándose desde un helicóptero.
En su primera visita solo quedaban dos miembros de la familia. La madre había muerto de hambre en 1961, un año después lo hizo la hermana y los dos hermanos cayeron en 1981. La vida allí, le contaron el viejo Karl y Agafia, era muy dura: comían hojas de serbal, raíces, hierbas, tallos de patata o corteza de árboles. Siempre pasaban hambre. Todos los años debían decidir si comer o dejar para semillas. Con el tiempo dieron con la técnica para cocer un pan muy primitivo con patata desecada y en el huerto labraron cebollas, nabos, guisantes y centeno.
Su dogma era «no nos está permitido vivir en el mundo» : rechazaban la figura del zar, las leyes estatales y cualquier tipo de documentos de identificación. Pero cuando se encontraron con los geólogos estaban tan consumidos «que no sintieron ganas de esconderse de la gente». De ningún modo permitieron que los sacaran de allí, eso sí, y solo a regañadientes aceptaron regalos: un perro que les protegiera de los animales salvajes, unas cabras para beber leche, unos calderos o ropa de abrigo. Poco a poco, sin ceder en nada de lo importante, se fueron «rusificando», apunta Peskov.
La lucha por la subsistencia les ocupaba casi todo el día y solo descansaban para rezar y en los días de fiesta, cuando hacían lo imprescindible: calentar el horno, traer agua y limpiar la nieve de la puerta. No conocían el dinero ni la televisión, y no sabían nada de lo que ocurría en el exterior, aunque cuando explotó la central nuclear de Chernóbil sí que les llegó un rumor: «¿Qué es eso que he oído que ha ocurrido en Kiev?», preguntó Agafia. Cuando el imperio soviético comenzó a derrumbarse, el viejo Lykov le dijo a Peskov: «He oído que en el mundo suceden cosas importantes». Era la perestroika . «Pero a nosotros no nos pasará nada malo por eso, ¿no?».
La cuenta del tiempo en días, semanas, meses y años tenía para ellos una importancia capital: desorientarse significaba desbaratar su orden vital. Siempre amanecían aclarando qué día era, según el cálculo que se hacía antes de Pedro I. Agafia recordaba perfectamente el día que conocieron a los geólogos: «Fue el 2 de junio del año 7846».
Tras la muerte de su padre en 1988, con 87 años, Agafia dejó que la llevaran a visitar a unos familiares y así conoció el mundo civilizado, pero no la convencieron de quedarse allí. Aquella vida cotidiana no coincidía con la suya y prefirió volver a la taiga, sola, en medio de un bosque salvaje que se extendía 200 kilómetros a su alrededor y ya sin los geólogos, que habían acabado su misión. Allí nada le resultaba hostil, al contrario: «Al comparar lo que veía con «sus» lugares, no hacía sino convencerse de su valor y regresaba a ellos», escribe Peskov.
Una fe inquebrantable y las tumbas de sus hermanos la atan al paraje siberiano. «Mi padre no me dio su bendición –defiende Agafia, que en abril cumplió 76 años–. Las oraciones me protegen. No tengo miedo, he nacido aquí. Y no me da miedo morir».
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