Rafael Argullol: «Si la vida es mera supervivencia, no vale la pena»
El escritor y filósofo barcelonés disecciona la condición humana en el libro «Las pasiones según Rafael Argullol»
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Iniciar sesiónRafael Argullol (Barcelona, 1949) escribe en una mesa estilo decó con vistas a la burguesa Rambla de Cataluña. Otras veces lo hace sobre una tabla, sentado en un sofá Chester color vino. Escribe siempre a mano. Ra, un gato abisinio gris como el ... cielo parisino de esta Barcelona otoñal y noqueada por la pandemia, columbra con mirada hipnótica los tiestos del ventanal.
Con una obra de treinta y cinco títulos, entre ensayos, narrativa y poesía, ahora reeditada al completo por Acantilado, el catedrático de Estética de la Universidad Pompeu Fabra acaba de publicar «Las pasiones según Rafael Argullol», una treintena de conversaciones radiofónicas con el editor Félix Riera para diseccionar «la anatomía de la condición humana». Cualquiera de sus páginas puede alumbrarnos en este crepúsculo de las certidumbres que es la experiencia pandémica.
«Estamos inmersos en un caos viscoso: desconcierto en los científicos, inoperancia de los políticos, agotamiento...»
Rafael Argullol
Escritor y filósofo
El miedo, advierte Argullol, se contagia con suma facilidad. Siete siglos después de la peste negra, el miedo colectivo que desemboca en el pánico ha resurgido en cada una de las epidemias modernas: desde el sida al Covid-19, pasando por las vacas locas o el ébola. Y su resonancia en los medios de comunicación ha incrementado la sensación de indefensión ante un enemigo desconocido. Las epidemias «tienen causas reales, por supuesto, pero en cuestión de momentos se transforman en fenómenos con un alcance que casi podríamos describir como cósmico», señala.
Antes de «apasionarnos» con su libro, queremos saber cómo lleva la pandemia con sus confinamientos, restricciones y toques de queda…
He vivido dos fases. El primer confinamiento puso de actualidad mi novela «La razón del mal» (premio Nadal 1993) donde se aborda una epidemia, más de índole espiritual. Una pandemia exige coraje, compasión y conocimiento. Al principio resistimos porque creímos que sería un periodo de tiempo limitado. Esta segunda ola me está afectando más. Reconozco que al principio escribí mucho, pero ahora hay días que me cuesta. Estamos inmersos en un caos viscoso: desconcierto en los científicos, inoperancia de los políticos, agotamiento en la resistencia de la ciudadanía.
Su primera novela, «Lampedusa», de 1981, transcurría en una isla mediterránea que ha pasado de paradisíaca a infernal… ¿Cómo evoluciona su obra en estas cuatro décadas?
Aunque en mis libros persiga cierta continuidad, no cabe duda de que ha cambiado la forma de ver el mundo. En los años ochenta la utopía estaba aún viva y ahora vivimos en la distopía. En los últimos tiempos percibo una preocupante fragilidad espiritual que se refleja en mis títulos más recientes.
El conflicto entre las restricciones en nombre de la salud pública y las libertades individuales genera cada día un debate socioeconómico y ético.
Vivimos y a veces solo sobrevivimos… Como ahora. Si la vida es mera supervivencia, no vale la pena. Si perdemos la libertad y la audacia, perderemos la vida. Si nos dejamos robar la vida, dejaremos de vivir.
En una de sus conversaciones con Félix Riera alude a la celebre frase del conde de Gloucester en «El rey Lear»: «La plaga de este tiempo es que los locos guían a los ciegos». ¿Tenemos los gobiernos que nos merecemos?
Siempre he tenido esa sensación y el paso de los años la ha confirmado con creces: hoy tenemos más ciegos y más locos que nunca. No he conocido un solo sabio en mi vida, tampoco a nadie capaz de estar por encima de sus pasiones. Desde que tuve uso de razón, la palabra crisis etiquetó cada periodo que estaba viviendo.
En «Visión desde el fondo del mar», uno de sus libros más autobiográficos, concluye que «nuestra biografía es nuestra mitología». ¿Qué mitos de su vida se han revelado falsos?
Es difícil decirlo, porque la memoria es mito. Lo que consideramos que ha sido nuestra vida es el mito de nuestra vida. Yo soy yo y mi mito, no recuerdo en sentido empírico sino mítico: eso incluye los sueños, tan políticamente incorrectos, que revelan lo bueno y lo malo de nosotros. A modo de balance diría que al principio recordamos momentos vencedores y, con el paso de los años, las derrotas. La Historia la escriben los vencedores y la reescriben los vencidos.
La tornadiza y oportunista memoria histórica…
La historia de una nación también bebe, como la memoria individual, de la mitificación.
Ahondemos en las pasiones… ¿Son como el colesterol, bueno y malo?
La pasión consiste en focalizar un determinado territorio y dejar a oscuras otros territorios. Si solo te interesan los juegos de azar, no ves otra cosa. La frontera de una pasión la marca la obsesión.
¿La pasión por la virtud acaba en el Comité de Salud Pública de Saint-Just, Marat y Robespierre? A veces escuchamos a Pablo Iglesias y se les parece…
El ser justiciero lo encarnan quienes diferencian vicios y virtudes en función de sus propios criterios, ya sean a la derecha o a la izquierda. Toda revolución lleva implícito el terror. Schiller simpatiza con la primera fase de la Revolución Francesa, pero el Terror lo aleja. Dejó escrito que si no hay una revolución de la sensibilidad, de nada sirven las revoluciones políticas. Los males de la Revolución Francesa se reiteran en la Revolución Rusa, en la China y, por regla general, cuando alguien se declara poseedor de la verdad. Como explico en «Las pasiones», el caso de Mao es especialmente ilustrativo. El último hito de su maldad fue la denominada Revolución Cultural, que no era sino un intento de erradicar los vicios de determinados sectores de la sociedad y concluyó de una manera muy cruenta.
La identidad es otra pasión peligrosa…
Cuando se convierte en obsesión, sea política, religiosa, sexual…
Ahora con la asignación de los fondos europeos para rescatar las economías que ha destruido el Covid-19 hemos vuelto a escuchar los prejuicios entre el norte y el sur…
El ingrediente mediterráneo es imprescindible en la cultura europea, pero debemos reconocer que las sociedades protestantes destacan por su sentido de la responsabilidad individual.
¿No hay futuro, como cantaban los grupos punk a finales de los setenta?
El futuro puede ser un presentimiento, una trampa o una mitificación del propio presente. El futuro sirve para justificar todo, pero sobre todo, los discursos totalitarios.
En «Davalú o el dolor» describió, en clave de autoficción, el padecimiento físico. ¿Cómo describiría el dolor colectivo ante el coronavirus?
Aquella historia nació de una operación de espalda que me provocaba muchos dolores. La literatura aborda mucho el dolor moral, pero poco el dolor físico, que es una sobredosis de vida en una parcela de nuestro cuerpo. Cuando duele mucho ya no existe otra cosa. Con esta pandemia asistimos a una mezcla sofisticada de dolor físico y dolor moral colectivo. El mundo está obsesionado con la idea de enfermedad. Abres los ojos y ya piensas en el virus.
Como catedrático de Estética, ¿está muy enferma la universidad que ningunea las humanidades?
Hoy, la universidad es un espacio escasamente cultural. Y eso es consecuencia de haber perdido el sentido de las humanidades como sistema de conocimientos que se relacionan entre sí y permiten comprender la complejidad de la vida. Aunque no todo es pesimismo: parecía que las nuevas tecnologías iban a secar la savia de la cultura, pero vuelven a abrirse librerías y el libro en papel es imbatible. En la sociedad se percibe cierta sed de saber.
Mientras haya curiosidad, habrá vida inteligente…
Cuando dejas de explorar solo sobrevives. Quienes dicen estar de vuelta de todo están muertos.
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