El libro que nos enseña a vivir con nuestros muertos
La rabina Delphine Horvilleur vierte en su último ensayo sus experiencias consolando a quienes han perdido a un ser querido
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Iniciar sesiónEn hebreo, cementerio se dice 'beit hajaim', la 'casa de la vida' o 'la casa de los vivientes'. Puede parecer una paradoja, una muestra más del mítico humor judío, pero también puede leerse como una pequeña rebelión ante la muerte: no tendrás la última palabra. ... Por eso Delphine Horvilleur (Nancy, 1974), que es una de las pocas rabinas de Francia y sin duda la más conocida, ha dedicado buena parte de su vida a buscar el verbo preciso con el que iluminar los entierros que oficia. No frivolizarlos, no convertirlos en una fiesta, no. Iluminarlos igual que se ilumina una verdad con un solo verso. Ese es su trabajo.
«La tradición judía manda que entre el fallecimiento y el momento de la inhumación se ponga junto al cuerpo del difunto una vela como símbolo de la presencia del alma, que sigue viva. Este rito enuncia una verdad profunda: algo de la vida de la persona que nos abandona está incandescente durante esos pocos días (...) Esa luz es capaz de prenderle fuego al mundo, o todo lo contrario, de ayudar a ver lo que hasta entonces permanecía en las tinieblas más absolutas», escribe en ' Vivir con nuestros muertos ' (Libros del Asteroide), una obra singular y honda en la que se sirve de su experiencia funeraria para reflexionar sobre la muerte y el duelo. Un libro que se presenta no como drama, sino como celebración de lo que fue.
Ella, afirma, se limita a escuchar vidas ajenas y convertirlas en historias, siempre con el objetivo de que la biografía del fallecido no tenga que ser por fuerza una tragedia. Lo que quiere es «que se nos brinde la posibilidad de ser rememorados mediante otros léxicos y otros registros, que nuestras vidas puedan verse como un thriller, una serie romántica, una leyenda mitológica o una comedia popular». Con ese espíritu, Horvilleur nos cuenta quiénes fueron Elsa, Marc, Sarah, Myriam y Marceline, entre muchos otros. También rescata chistes. Y relatos sagrados. Y reflexiona sobre el sentido del rito, ahora, que salimos de una pandemia en la que se ha negado la posibilidad del último adiós .
Elsa era una psiquiatra que colaboraba en ' Charlie Ebdo ', y que fue asesinada en el atentado de 2015. Durante su entierro, su hija se dirigió a la autora del libro y le preguntó: «Entonces, ¿ya está? ¿Mamá ya nunca volverá?». En medio de una tragedia nacional, ese era el verdadero sufrimiento: tan sencillo, tan enorme. ¿Cómo se responde a eso? «Le dije que no volvería, pero añadí que siempre estaría con nosotros: en aquel abrigo sofisticado lucido por una niña que parecía prometerle al mundo «seré lo que he decidido ser», en el inconsciente de sus pacientes, que gracias a ella contarían otras historias, en los ataques de risa de unos amigos inconsolables que no renunciarían al humor ni dejarían ganar a la muerte».
Precisamente, y no es casualidad, es otro niño el que protagoniza el episodio más doloroso y emotivo del libro. Isaac es un crío fulminado por la enfermedad, una noticia que lo arrasa todo a su paso. En francés, recuerda Hervilleur, no hay una palabra para los padres que pierden un hijo, pero sí en hebreo: 'shakul', un término adoptado del mundo vegetal, y que designa la rama de la vid ya vendimiada, sin fruto. Pero el meollo de ese capítulo no son los padres, sino el hermano de Isaac. «Necesito saber dónde ha ido Isaac. Papá y mamá no me lo saben decir. No se aclaran. Me dicen que mañana lo enterramos y también que se ha ido al cielo. Y yo no lo entiendo: ¿estará en la tierra o en el cielo? Yo necesito saber dónde tengo que mirar para buscarlo».
«En vez de contestar a la pregunta de un niño de luto, me pareció que debía contarle una historia», respondió Hervilleur. ¿Cuál? La de Isaac, claro. ¿Por qué? Porque aunque él bajó con vida de la montaña, se separó para siempre de Ishmael, su hermano. Vivió siempre amputado, como él habría de hacer a partir de ese momento. «Nuestros relatos sagrados abren un pasadizo entre los vivos y los muertos. El papel del narrador es quedarse junto a la puerta para asegurarse de que permanece abierta», sentencia la rabina. Al día siguiente de aquella pregunta, cavaron una sepultura y el niño ya supo dónde mirar.
Tal vez el sentido final del libro, y el de toda exequia, lo encontremos en el capítulo dedicado a Sarah, una mujer con una vida que podría ser un resumen de lo peor del siglo XX. Nació en Hungría; sus padres, comerciantes judíos, murieron jóvenes, por lo que ella tuvo que criarse con su tía. Se casó pronto, tuvo una hija y su marido falleció al poco. A las dos las mandaron a Auschwitz, pero solo la madre sobrevivió. Llegó a París por azar, y allí conoció a Misha, otro superviviente del Holocausto. Tuvieron un hijo. Se divorciaron y ella pasó sus últimos cuarenta años sola, con el consuelo de las esporádicas visitas de su hijo. Fue este quien llamó a Horvilleur para que oficiara la despedida. Y fue él quien le contó la vida de Sarah para que esta pudiera convertirla en una historia. Cuando se presentó en el cementerio, la rabina solo encontró al hijo: no acudió nadie más. Así que Horvilleur terminó explicándole a un hombre quién había sido su madre. Podría parecer algo absurdo, pero cuando concluyó su relato, este avanzó hacia el ataúd, acarició la mano de la fallecida y dijo: « ¡Qué vida tuvo! ». En esa frase había algo de consuelo, el primer punto de una cicatriz: para eso valen los ritos. Y de eso va este libro.
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