Gonzalo Pontón: «Nuestros políticos no han leído a Montesquieu, o le citan de oídas»
El editor e historiador desmitifica el Siglo de las Luces en «La lucha por la desigualdad»
SERGI DORIA
Tras siete años de investigación y escritura, ve la luz «La lucha por la desigualdad» , de Gonzalo Pontón (Barcelona, 1944), una historia del S.XVIII en Europa que desmitifica el Siglo de las Luces: «La divulgación histórica debe planterse en un plano internacional, ... no en pequeñas parcelas nacionalistas», advierte el autor. Como otras muchas cosas, subraya el editor e historiador, Francia nos vendió la Ilustración para paliar las cruentas invasiones napoleónicas, presentándolas como una extensión de la Revolución: «Y aquí, como el único idioma foráneo conocido era el francés, compramos el invento».
Libertad, igualdad, fraternidad. Para constatar el cumplimiento del tríptico, Pontón sugiere ir a las fuentes, leer los textos. «Nuestros políticos no han leído a Montesquieu , o le citan de oídas», advierte. «La lucha por la desigualdad» (Pasado & Presente), desvela las fisuras de la Ilustración: «No fue un movimiento original y unitario, paneuropeo, destructor del cristianismo, padre de la democracia, defensor de la igualdad y redentor de los oprimidos». Si algo unía a los filósofos era su conciencia de clase: «No saben lo que es la solidaridad, en todo caso, se refieren de pasada a una vaporosa fraternidad universal», señala el autor.
A excepción de Rousseau , todos eran aristócratas o disponían de holgadas rentas: Voltaire provenía de familia de prestamistas y vivía de la usura al clero y la nobleza decadente, D’Holbach era barón, Helvetius recaudaba impuestos como Lavoisier, Montesquieu era un próspero vinatero de Burdeos y Locke accionista de una sociedad negrera… «¡La gauche divine del XVIII! ¿Cómo se iban a ocupar de las necesidades de sus subalternos?», exclama Pontón. En lugar de redimir a los menesterosos, «los ilustrados proporcionaron munición intelectual a la pujante burguesía que quería superar a la aristocracia y atar corto al pueblo».
En sus cartas, Diderot califica a la plebe de estúpida, juicio compartido por sus colegas enciclopedistas: la cultura era un arma peligrosa en manos del pueblo. Adam Smith describe crudamente la ausencia de ascensor social: «En una sociedad civilizada, los pobres proveen para ellos mismos y para el enorme lujo de sus superiores».
La Ilustración
La imagen benéfica y progresista de la Ilustración se debe a la perpetuación de clichés y la reiteración de frases mal traducidas del alemán al francés, como en el caso de Kant. En «La lucha por la desigualdad», Voltaire cae del pedestal, Montesquieu se tambalea y el sangriento revolucionario Saint-Just se queda en pequeñoburgués partidario de la Constitución del 91. Al leer a fondo «El espíritu de las leyes», incluido en el Índice de 1751, Pontón observa que está escrito con los pies, con farragosos latinajos y errores de bulto: Montesquieu afirma que Colón propuso el viaje a las Indias a Francisco I, cuando el Rey francés nació treinta años después.
Tampoco la masonería es tan fiera como nos la pintó el franquismo: «La declaran herética porque era una religión laica que compite con la Iglesia católica. Los masones eran reyes, príncipes, aristócratas y burgueses». Según Pontón, «lo mejor del XVIII proviene del XVII de Newton y Descartes». De la desigualdad no se libraron ni los propios ilustrados: a Rousseau solo le pagan mil libras por «El contrato social» y los editores explotan, cual proxenetas, a escritores y filósofos. Conclusión: el despotismo ilustrado tuvo más de lo primero que de lo segundo.
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