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Fallece el escritor John Updike

El escritor John Updike /AP

John Updike ha muerto de cáncer de pulmón a los 76 años. Se detiene así una verdadera máquina de narrar, un motor incansable que desde que se puso en marcha ya no se detuvo nunca. Deja un legado de más de 50 libros que han tocado todos los palos imaginarios, desde la novela, que es el género que le consagró y le hizo ganar dos veces el premio Pulitzer, hasta la poesía, el cuento, el teatro, la autobiografía y el ensayo, incluso sobre golf. Hacía muchos años que se levantaba cada día muy temprano y escribía sin parar hasta la hora de comer. “No sé qué hacer con mis mañanas si no escribo”, confesaba. Con no poco humor atribuía parte de su prolífica creatividad al hecho de padecer psoriasis. ¿Cómo quien sugiere que escribir y rascar, todo es empezar?

Mucha retranca se agazapaba en esta modestia, una cualidad que a Updike le gustaba destacar de la revista donde publicó su primer poema con 22 años y donde siguió escribiendo hasta la muerte: su amadísimo The New Yorker. “No hay otra revista igual, con esa mezcla de limpieza, modestia, buen gusto, inteligencia e inocencia”, decía.

¿Será verdad que cuando describimos aquello que nos gusta, en realidad nos describimos a nosotros mismos? De todos los atributos anteriormente enunciados, el único que quizás echaríamos de menos para calificar el estilo o el alma -¿pero no son lo mismo?- de Updike sería la audacia.

Pero no era la suya una audacia de fuegos artificiales ni de efímeros petardos de provocación. No cabe en la cabeza de nadie comparar a todo un Updike con la rechinante hojarasca posmoderna. En Updike hay aliento, sustancia, médula. Una lucidez devastadora surcada de humanidad.

Sí se le ha comparado con éxito con el otro gran autor americano y mordaz de su tiempo, el látigo de la cultura judía Philip Roth. Updike sería algo así como el Philip Roth cristiano. Además de blanco, hombre y muy aficionado al adulterio, por lo menos en la ficción. Sus corrosivos frescos de una clase media americana se situarían en algún punto intermedio entre Chéjov y la tira cómica. Ser dibujante, por cierto, fue su primera vocación frustrada.

Estaba maravillosamente, gloriosamente pasado de moda. No tenía agente literario. Jamás cambió de editorial. Jamás dejó de escribir como un poseso. En 76 años no se le pasó por la cabeza vivir del cuento. Aunque le gustara hacer bromas del tipo que a veces miraba su inmensa obra acumulada ante sí y se sentía como un elefante contemplando una montaña de sus excrementos, su trabajo y su orgullo eran lo mismo. No podía dejar de escribir porque habría dejado de ser.

Muy pocos pueden presumir de haber escrito tan bien durante tanto tiempo. El nervio de su prosa nunca decayó, seguramente por lo mismo que nunca se agotó su curiosidad por lo nuevo. Así el hombre que literaturizó las posibles memorias de los padres de Hamlet, que creó “Las brujas de Eastwick” o que incubó la inolvidable saga de Harry “Conejo” Armstrong dio también a la imprenta “Terrorista”, respuesta literaria a los atentados del 11-S. Updike había presenciado horrorizado la caída de las Torres Gemelas desde Brooklyn junto a su mujer.

De ese horror salió la historia de Ahmed, un joven musulmán nacido en Estados Unidos, norteamericano al cien por cien, pero al que la marginalidad y el escándalo ante algunos falsos valores occidentales le encaminan hacia el terrorismo suicida. Updike tuvo el coraje de escribir esto desde el más profundo amor a su país: hasta el final se proclamó proamericano, orgulloso de serlo y convencido de que eso equivalía a amar la democracia sobre todas las cosas. Hasta en esto era de la vieja escuela.

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