Cuando la vida se acaba en el último poema que escribes

Con un tono que nada tiene que envidiar al de la poesía que tanto admira, Tallón describe, sin caer en la tragedia fácil ni el verso bobo, las últimas horas de los cuatro autores suicidas. Desde escenas corrientes, centrado en detalles aparentemente banales, porque la muerte, por anunciada, ya formaba parte de su vida (y la de todos). «Su suicidio fue, en algún sentido, la obra de toda una vida, ya que no fue algo repentino, sino largamente amasado, planificado. Fue, también, una obra casi artística porque sus poesías y sus diarios fueron una predicción continua, durante años, de lo que iba a pasar», asegura Tallón.

Pero «Fin de poema» no es una obra sobre el suicidio ; ni siquiera sobre la muerte. Es una novela sobre cómo la poesía, en contadas ocasiones, trasciende la vida hasta dejarla hueca. De ahí que Tallón quisiera «evitar el patetismo» y «que los personajes se comportasen como cualquier individuo que se levanta y hace cosas tan vulgares como desayunar, masturbarse, ir a tomar algo con una amiga o acudir a la cita semanal con su psiquiatra». Para ellos el suicidio no era nada excepcional, sino una parte más del día y, por eso, «debía ser una jornada absolutamente cotidiana».

Aunque cada existencia tuvo su porqué, Tallón descubre algo común en los cuatro poetas: «Alcanzaron un punto en sus vidas más allá del cual no tenía sentido seguir viviendo y que remitía al fin de la poesía». La voz poética con la que habían estado escribiendo todos esos años y «haciendo compatible la angustia, la infelicidad y el poco deseo de estar vivos con el hecho de seguir, pese a todo, vivos» se les agotó. Son incapaces de seguir escribiendo, porque han dejado de escuchar esa voz, y «sin poesía, que era lo único que separaba la vida de la muerte y les frenaba la tentación de dar el salto al abismo, sin esa barandilla, estaban vendidos». «Creen que me he salvado, pero sólo me he hecho poeta», ironizaba Sexton. Pero ya no podían seguir siendo poetas. Ya no tenían salvación.

Según Tallón, Anne Sexton «lo normalizaba todo y le proporcionaba un aire poético incluso a las cosas anodinas»; Cesare Pavese fue «una revolución cultural en la Europa de los años 40, que está viviendo a oscuras después de la Segunda Guerra Mundial, y él encendió la luz del continente»; Alejandra Pizarnik y ese «dolor continuo, la angustia de estar aquí, pero estando aquí provocas versos maravillosos»; y Augusto Ferrater «apostó tan alto a vivir los días con felicidad, y con tal intensidad, que acabó destruyéndose».

Los cuatro, en definitiva, «eran de una gran lucidez, pero también de una lucidez perturbadora, que a la vez que daba luz los iba abrasando». Todo lo que crearon, su vida misma, fue de una gran belleza, pero era ese tipo de belleza «que te consume, que te exige tanto que no puedes generarla si no es a costa de acabar contigo, de dar tu vida».