L.A. ciudad de los demonios
La semana que viene arranca la XXIX edición de Arco en la que tiene como ciudad invitada a Los Ángeles, la otra capital de la cultura. Este fin de semana ABCD repasa la literatura, el arte, el cine, la música y la arquitectura de una ciudad mítica. También nos acercamos a los preliminares de una feria en la que las opiniones, no sólo el arte, valen su peso en oro
Lo explica Joan Didion en su «Los Ángeles Notebook»: «Esta noche soplará el Santa Ana, un viento caliente que seca las colinas y los nervios hasta el punto de ignición… Me contaron que los aborígenes del lugar se arrojaban al mar cada vez que ... soplaba este viento. Puedo comprenderlos».
El Santa Ana es el mismo aire fatal que sopla en «Viento rojo», de Raymond Chandler , y que «riza tu cabello y pone tus nervios de punta y te produce escozor. En noches así, toda fiesta acaba en pelea. Las esposas dóciles deslizan la yema de sus dedos por el filo de sus cuchillos de cocina y miran fijo los cuellos de sus maridos. Cualquier cosa puede suceder».
De ahí que muchas de las cosas que suceden en la literatura generada en Los Ángeles por locales o visitantes aparezcan al borde del abismo y con ganas de arrojarse, arrastrando a todo y a todos en ese definitivo salto.
Detectives calientes
De ahí, también, que Los Ángeles siempre haya sido cuna y ataúd de la buena y mejor parte de la novela negra. La guía de la ciudad editada por Lonely Planet se detiene en Chandler. Pero hay muchos más detectives calientes y cuerpos enfriándose por ahí: James M. Cain y su «Pacto de sangre»; James Ellroy y su «Cuarteto», invocando el fantasma estrangulado de su madre y el espectro seccionado de la Dalia Negra; los alucinados buscadores de la ola perfecta en el surf-noir de Kem Nunn y Don Winslow ; Lew Archer «psicoanalizando» familias ricas y disfuncionales, cortesía de Ross Macdonald; los thrillers fantásticos del Ray Bradbury tardío; el Harry Bosch de Michael Connelly , siempre metiéndose en problemas con sus tan inferiores superiores; el ex presidiario Edward Bunker , y hasta el último Thomas Pynchon , quien en su reciente «Inherent Vice» reinventa la figura del detective post-psicodélico à la Gran Lebowski y concluye con su héroe esperando «que arda y se consuma la niebla y que, esta vez, algo aparezca allí».
¿Por qué tanta sangre derramada en Los Ángeles? Sólo Dios lo sabe, cantaron allí The Beach Boys. Pero quizá todo tenga que ver con que muchos vienen a esta ciudad para hacer realidad sus sueños y que, al no conseguirlo, comienzan a tener pesadillas y optan por «estar listos para su primer plano», sea como sea. Hollywood y todo eso. Terreno más que fértil y combustible para encender la imaginación y la sed de escritores que nacieron o llegaron para hacer historia y acabaron conformándose con sobrevivir y poder contar el cuento.
Vidas privadas
Horace McCoy en «¿Acaso no matan a los caballos?» y «Luces de Hollywood» (cuyo mucho más expresivo título original podría traducirse como «Debí quedarme en casa»); John Fante y Charles Bukowski ; el trepador rampante de Budd Schulberg en «¿Por qué corre Sammy?» (antepasado directo del «Player» de Michael Tolkin); el Raymond Carver coherentemente losangelizado por Robert Altman en «Vidas cruzadas», o las crónicas de John Gregory Dunne sobre la vida privada de los estudios, dan perfecto testimonio de lo duro que es levantar cabeza y enderezar el cuerpo. Sensación –en mayor o menor grado– experimentada por firmas de éxito que se arrodillaron allí para ser azotadas por productores como los del pobre Barton Fink .
El sueño eterno
«Fui a Hollywood para hacer dinero. Es muy simple. La gente es amigable y la comida es buena, pero nunca fui feliz. Mi principal sensación sobre Hollywood tiene que ver con el suicidio. Cada mañana, el desafío pasaba por poder salir de la cama y llegar a la ducha sin haberme ahorcado antes», recordó John Cheever . Antes que él, entre muchos otros, por ahí habían pasado William Faulkner, Dashiell Hammett, Francis Scott Fitzgerald (que murió en un bungalow de North Hayworth Avenue dejando inconclusa su hollywoodense «El último magnate»), John O’Hara, Truman Capote (quien también abrazó allí el sueño eterno) y D. B., el hermano y guionista «prostituido» de Holden Caulfied en «El guardián entre el centeno», de J. D. Salinger.
Hermosos cadáveres
Y no olvidemos a un buen puñado de prestigiosas importaciones. Bertolt Brecht se instaló para escribir varias obras, incluyendo «El círculo de tiza caucasiano»; Evelyn Waugh y Aldous Huxley trazaron despiadados mapas locales (en los que ya figuraban la fascinación por los cadáveres hermosos y la juventud eterna) bajo los títulos de «Los seres queridos» y «Viejo muere el cisne»; Christopher Isherwood firmó varios guiones de éxito, y el Premio Nobel Thomas Mann terminó en Pacific Palisades su monumental «José y sus hermanos». Lean sobre todos ellos en «Writers in Hollywood 1915-1951», de Ian Hamilton .
Más cerca de nosotros, la ciudad de los californicadores fue adquiriendo perfil entrópico en novelas de Steve Erickson y Tim Powers (donde el último aliento de las celebridades se inhala como si fuera una droga y todos los filmes son malditos); también de imponente e íntimo telón de fondo para feroces y melancólicas comedias de costumbres donde no falta el romance, como «Todavía no me quieres», de Jonathan Lethem ; «Este libro te salvará la vida», de A. M. Homes; «Una mañana radiante», de James Frey, o «Shopgirl», del actor/escritor Steve Martin. Todas ellas perdiéndose y encontrándose por las autopistas y colinas donde se siguen oyendo las canciones compuestas en Laurel Canyon y alrededores: The Doors, Love, Joni Mitchell, The Mamas and The Papas, The Eagles, Jackson Browne, Frank Zappa, el infame Charles Manson y Warren Zevon, quien en su «Desperados Under the Eaves» profetizó: «Estaba sentado en el Hollywood Hawaiian Hotel / Mirando mi taza de café vacía / Pensando en que la gitana no había mentido / Todos los margaritas con sal de Los Ángeles / Yo me los voy a beber / Y si California se desliza hacia el océano / Como los místicos y las estadísticas aseguran que sucederá / Yo predigo que este motel se mantendrá en pie / Hasta que yo pague mi cuenta».
O termine de escribir o de leer la novela.
Tornado de sensaciones
Y hecha esta parcial enumeración pero sintético catálogo de sentimientos –amor, locura, muerte, fanatismo religioso, derrota y glamour–, cabe preguntarse cuál es la novela total de Los Ángeles. ¿En dónde se oye y se siente mejor ese tornado de sensaciones enfrentadas pero complementarias? Respondo –retrocediendo hasta 1939– que probablemente sea en «El día de la langosta», de Nathanael West. Recuerden ese final, ese grito del final: el protagonista arrancado al huracán de una turba y su alarido imitando la sirena de una ambulancia mientras el rojo Santa Ana ruge aquello de que la respuesta está, siempre, soplando en ese viento.
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