Carlos Martínez-Barbeito, el hombre que nunca robó a Juan Ramón Jiménez
Un libro arroja luz sobre la figura del escritor, injustamente acusado de saquear la casa del poeta en 1939
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Iniciar sesiónUna buena mañana de 1981 Carlos Martínez-Barbeito se despertó convertido en ladrón. No en uno cualquiera, sino en uno muy culto y con muy pocos escrúpulos, capaz de entrar en la casa de Juan Ramón Jiménez de la madrileña calle Padilla y ... desvalijar su biblioteca, aprovechando su exilio en América. Todo habría sucedido en abril de 1939, recién terminada la Guerra Civil, porque a veces hay noticias que ocurren en el pasado. Lo que leyó en ‘El País’ este hombre, veterano gestor cultural y autoproclamado polígrafo, que llegó a ser director del Museo de América y Delegado General de la Metro Goldwyn Mayer en España, además de un joven muy querido por la Generación del 27, especialmente por Federico García Lorca, nada menos, fue lo siguiente: «En 1939 la saqueó [la vivienda de Juan Ramón] una tropa fascista acaudillada por Carlos Sentís, Félix Ros y Carlos Martínez-Barbeito, según denunció el poeta en varios escritos públicos y privados; se apoderaron de libros, manuscritos y objetos de arte». La nota, que era una carta al director, la firmaba Arturo del Villar.
¿Había estado allí Martínez-Barbeito? Sí. ¿Le acompañaban los otros dos individuos? También. ¿Se llevó muchas pertenencias de Juan Ramón? Efectivamente. ¿Era por eso un ladrón? Nada más lejos de la realidad, repetía él una y otra vez. En una carta al director publicada en el mismo periódico se defendió alegando que su presencia en el domicilio respondía a su cariño por el autor de ‘Platero y yo’, y a su fidelidad: estaba allí, entre saqueadores, para salvaguardar los enseres personales de su ídolo en un tiempo en el que el pillaje y la okupación eran constantes en las casas de los ‘ilustres ausentes’. Lo que cogió era para devolvérselo, vaya. Era un acto casi heroico, porque corrió el riesgo de una dura represión. Por desgracia, esto acabó transformándolo en un villano a ojos de cierta posteridad.
«Se me dice que usted ha tenido la bondad de dejar a Guerrero, el amigo modelo, los paquetes que conservaba de lo mío. No me parece que tenga que explicarle a usted lo profundo de mi agradecimiento », le escribió Juan Ramón en una misiva citada en ese texto, que para él era una prueba irrefutable de su buena conducta.
De poco sirvió aquella evidencia. A las pocas semanas, Del Villar publicó un extenso reportaje en ‘ Interviú ’ en el que describía el suceso con muchos detalles, y que tampoco lo dejaba en buen lugar. ¿El motivo? Un documento de 1949 hallado por el cronista en el que Juan Ramón Jiménez le pedía a nuestro protagonista que le devolviera todos los objetos que aún tuviera en su poder desde 1939, insinuando que se había quedado algo. Aquella era una acusación grave, instigada por un tal Aurelio Valls. Y falsa, tal y como aseguró el afectado, cuyo testimonio fue ignorado.
Tras el golpe que supuso este reportaje, Martínez-Barbeito empezó a reunir toda la documentación que tenía sobre su caso y redactó un informe que llevaba por título ‘Cómo y por qué estuve en la casa de Juan Ramón Jiménez, en Madrid, en abril de 1939’. En esas páginas, dignas de un alegato judicial (él se había formado en derecho de ahí la literalidad del título, imaginamos), dejaba clara su inocencia y lavaba su imagen, pero no llegó a publicarlas en vida. Ahora, un libro editado por el Instituto de Estudios Coruñeses José Cornide, recupera ese texto y limpia, así, la figura de un hombre torturado por su legado.
«Carlos era un hombre de honor y esta polémica tardía, cuando ya había explicado su comportamiento al propio Juan Ramón Jiménez y a sus albaceas en España, recibiendo su comprensión y agradecimiento, la sufrió con gran contrariedad, de la que fueron testigos sus amigos y conocidos», cuenta a ABC Luís Pérez Rodríguez , autor del estudio incluido en este volumen, que ha comprobado la veracidad de la versión de Martínez-Barbeito.
Hay un detalle mínimo, más allá de la carta citada (hay muchas pruebas más), que da buena muestra de la falta de maldad de su supuesto ‘asalto’ a la casa del poeta: le entregó una tarjeta de visita a la mujer de servicio, para que pudiera contactar con él. ¿Haría algo así si fuera un ladrón? Tampoco había codicia alguna, porque de allí apenas se llevó unas cosas «que sólo importaban a Juan Ramón», y que «ni siquiera tenían valor económico».
En el fondo, sí, lo que hizo fue inexplicable: jugársela por un ídolo más bien lejano. «Mi empresa era, o podía parecer, descabellada . Sólo se explica gracias al entusiasmo juvenil, al intenso sentido de la amistad y de las personales devociones, a la generosidad y al espíritu caballeresco de quien iba a llevarla a cabo con una gallardía difícil de comprender y que no todos han comprendido, aunque sí la comprendieron los que pueden importarme», dice a la mitad del informe.
«Carlos no sólo creía que no fue un error ir ese día a la casa de Juan Ramón Jiménez, sino que l o haría otra vez , si las circunstancia fuesen las mismas, como así repetía. Era joven y con el valor de los años de la juventud se expuso a un riesgo grave, de conocerse sus últimas intenciones», remata Pérez Rodríguez.
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