El humor vuelve a la literatura: en busca de la sonrisa perdida
De David Safier a Timur Vermes pasando por el repunte de la comedia en la creación española, los libros reivindican el valor de la risa como valor literario
david morán
El humor desconecta la razón y te permite ir directo, sin filtros, a la emoción», sentencia el alemán David Safier mientras sus lectores, más de 500.000 solo en España y unos cuantos millones en todo el mundo, no pueden más que darle la razón. ... El autor de «Maldito Karma», uno de los célebres representantes del humorismo literario, está de vuelta en las librerías con una disparatada fábula moderna titulada «¡Muuu!» (Seix Barral) y, cosas del azar y la risa, su regreso coincide con el fenómeno «Ha vuelto», en el que el también alemán Timur Vermes se sirve del humor y el absurdo para tomarse muy en serio una hipotética reaparición de Hitler en la Alemania contemporánea. Para mondarse, ¿verdad?
Son solo dos ejemplos de ese glorioso oxímoron que es el humor alemán que, sin embargo, se suman a lo que se presenta como un ligero repunte de las risa en las librerías. Sí, es cierto: el humor siempre ha estado ahí, tronchándose en las páginas dislocadas de David Sedaris, perpetuando al grandeza del humor británico gracias a Jonathan Coe -a la espera de que se traduzca «Expo 58», no está de más recordar «La espantosa intimidad de Maxwell Sim»- y David Lodge, o protagonizando insólitos fenómenos editoriales como el que el año pasado firmó el sueco Jonas Jonassson con «El abuelo que saltó por la ventana y se largó» , pero este otoño han coincidido varios libros que le ponen al mal tiempo buena cara y se apoyan en las muletas del humor, la sátira y la farsa para tomar impulso literario.
Ahí están, sin ir más lejos, el cruce de novela negra y parodia colorista del polaco Michal Witkowski en «El leñador» (Rayo Verde); la irreverente lección de vida e historia de Patrick Dennis en «La vuelta al mundo con la tía Mame» (Acantilado); la agria sátira sobre el mundo del espectáculo que propone «Karoo» (Seix Barral), novela póstuma de Steve Tesich; la aparición casi simultánea en Malpaso de los cuentos inéditos del mordaz Kurt Vonnegut y de las crónica etílicas de Kingsley Amis; la reimpresión que Anagrama realizó de algunos de los títulos de la serie Wilt tras la muerte de Tom Sharpe el pasado verano...
Y eso por no hablar de insignes rescates como «Caída y auge de Reginald Perrin (Impedimenta), de David Nobbs y «Diario de una dama de provincias» (Libros del Asteroide), de E. M. Delafield; la sátira lenguaraz de Caitlin Moran en «Cómo ser mujer» (Anagrama); el afilado sarcasmo de Joseph Heller en «Algo ha pasado» (El Aleph); la elegante ironía que destila Ian McEwan en «Operación Dulce» (Anagrama); o las desopilantes crónicas de Kenneth Cook recogidas en el reciente «El canguro alcohólico» (Sajalín).
Comprender el absurdo
Será que, como sostiene el escritor Miqui Otero, «el humor es es indispensable para explicar lo absurdo que es todo», una máxima que se ajusta a la perfección a títulos como «El padre» (Mondadori), donde el británico Edward St. Aubyn disfraza su tragedia personal de afilada sátira; o el «El proyecto esposa» (Salamandra), con la que el neozelandés Graeme Simsion crea un algoritmo perfecto para combatir su fracaso personal, pero que la literatura española parece haber perdido de vista.
«Lo que tiene que ser real es el sentimiento, y eso es algo que los ingleses y americanos saben hacer muy bien. Por eso el humor se respeta tanto. Aquí da la sensación de que la literatura española le ha dado la espalda al humor», señala Laura Fernández, autora de «La chica zombie» (Seix Barral). Una elegante manera de subrayar que ese jocoso arco narrativo que va de la picaresca al carcajeante esplendor de Gómez de la Serna, Larra, Mihura, Rafael Azcona, Fernández Flórez, Jardiel Poncela y Julio Camba pasando, cómo no, por, Quevedo, Cervantes o Valle-Inclán, se ha visto cubierto en las últimas décadas por un velo de angustiosa seriedad.
Y es que el humor, como le gusta decir a Kiko Amat, autor de cuatro descacharrantes novelas escritas a carcajadas y puñetazos, es lo primero que salta por la ventana cuando aparecen el rigor y la solemnidad académica. No hay más que ver lo solo que ha estado Eduardo Mendoza , acaso uno de lo pocos autores «premiables» que no ha renunciado a la risa como herramienta de combate, para confirmar que, en efecto, el (buen) humor es uno de los grandes damnificados cuando las letras se ponen serias. «Siempre se piensa que la épica y la lírica son más importantes que el humor, que se queda en segunda fila, pero el humor es uno de los rasgos más persistentes en la literatura, a pesar de que rara vez se le dé importancia», sentenciaba no hace mucho el autor de «Sin noticias de Gurb» .
Vuelta a empezar
La buena noticia es que, después de años de sequía y cameos simbólicos, empieza a perfilarse una nueva generación de autores y editores que vuelve a abrazar el humor como seguro de vida. Así, a los esfuerzos de la editorial Blackie Books por recuperar a Gómez de la Serna y la obra humorística de Jardiel Poncela , as de la risa y adalid del humor moderno gracias a títulos como «Amor se escribe sin hache», «Espérame en Siberia, vida mía» y «La tournée de Dios» -solo falta «Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?»-, hay que sumar la cruzada del sello Pepitas de Calabaza a la hora de celebrar el talento humorístico de Rafael Azcona, de quien, tras publicar el año pasado «¿Por qué nos gustan las guapas», prevén el lanzmiento de «¿Son de alguna utilidad los cuñados?» y «Repelencias». También en Libros del K.O andan ajetreados recuperando a Julio Camba en «Maneras de ser periodista», ajuste de cuentas del gallego contra «el miserable que inventó la imprenta».
Y no solo eso: autores como Kiko Amat y Miqui Otero andan librando su particular batalla por restituir la importancia del humor en la literatura ya sea convirtiéndola en eje central de sus novelas o repitiendo una y otra vez que «lo contrario de lo cómico no es lo serio, sino lo aburrido». A este coro habría que sumar también las voces de Marta Sanz y su humor rugoso; la elegancia y sutileza de Daniel Gascón, quien ha resuelto la historia familiar en las apenas cien páginas de «Entresuelo» (Mondadori), la risa enloquecida y fantástica de Laura Fernández, o la osadía de Juan Soto Ivars, que con su última novela, «Ajedrez para un detective novato» (Algaida), ganadora de Premio de Novela Ateneo Joven de Sevilla, reivindica abiertamente a Jardiel Poncela y Valle Inclán. Será que, después de todo, lo contrario de cómico no es serio, sino aburrido. Que se lo pregunten sino a Santiago Lorenzo, acaso el más aventajado de los discípulos de Azcona y un autor capaz de sintetizar en las sinopsis de «Los millones» -a uno del GRAPO le toca la lotería y no la puede cobrar porque no tiene DNI- todo el absurdo e ironía que cabe en una novela.
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