Lee en exclusiva 'Los colmillos del cielo', el último libro de Emilio Lara
El ensayo, un tratado sobre las utopías y los desengaños de la historia, se publica este miércoles
El Rey baja al barro
Aquel día, como de costumbre, el profesor de biología llegó temprano al trabajo. Hacía buen tiempo y el cielo apenas tenía algún que otro jirón de nubes. Los estudiantes caminaban sin prisas por el campus. Algunos de ellos, sentados a la sombra de los árboles, ... hacían planes para el próximo fin de semana, entre los que destacaban acudir a una fiesta o ir al cine a ver El puente sobre el río Kwai, una película de guerra que muchos habían visto ya, porque se dirigían hacia sus respectivas aulas a ritmo casi marcial silbando la pegadiza melodía de su banda sonora mientras, al fondo, se erigía el imponente ladrillo visto de la Facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins.
El profesor Curt Richter se encaminaba a su laboratorio de biología y saludaba a sus colegas, algunos de los cuales llevaban metidos en los bolsillos de sus chaquetas un periódico doblado. Aquella mañana, la portada de bastantes diarios destacaba en titulares las últimas declaraciones del presidente Eisenhower acerca de problemas domésticos e internacionales. Sin embargo, Richter no había leído al levantarse la prensa ni perdido demasiado tiempo en desayunar. Estaba abstraído pensando en el experimento que iba a realizar. Llevaba una temporada pensando sólo en él, leyendo a todas horas trabajos académicos acerca del comportamiento de los animales ante situaciones estresantes.
Al entrar en el laboratorio, una de las estudiantes de último curso tarareaba en voz baja True Love, que Elvis Presley cantaba en la radio, Richter sonrió al verla y enseguida se enfundó en su bata blanca, cogió un bloc y un lápiz y dio unos pasos hasta llegar a las jaulas de las ratas. Se agachó, miró a los roedores blancos y musitó:
—A ver si nadáis como Johnny Weissmüller.
Cogió una cubeta de cristal, la llenó de agua hasta poco más de la mitad, extrajo con cuidado de una jaula una rata de laboratorio, la introdujo en el agua y pulsó el cronómetro.
El animal se puso a patalear con la cabeza fuera del agua, se arrimó a la pared transparente para intentar trepar, pero sus garras patinaban en el vidrio. El material hacía imposible que la rata pudiese escalar o agarrarse a algo para dar un salto y escapar. El profesor anotaba en la libreta el comportamiento del roedor y miraba el segundero del cronómetro, que avanzaba inexorable con un sonido mecánico. Llegado un momento, el animal dejó de nadar por pura impotencia, y, exhausto, se hundió y se ahogó. Consultó el tiempo transcurrido: cinco minutos.
Sacó el cuerpo sin vida de la rata, cogió otra y repitió el experimento. Seis minutos logró sobrevivir. Volvió a la carga algunas veces más; ninguno de los animales de pelo como la nieve superó los diez minutos de vida.
El resto de los científicos se había incorporado a las diferentes tareas, de modo que los profesores y sus ayudantes preparaban muestras, mezclaban líquidos en los tubos de ensayo y miraban a través de los microscopios.
Mientras Debbie Reynolds cantaba la empalagosa pero bonita Tammy, Curt Richter volvió a depositar una rata en el agua, a cronometrar su resistencia y a anotar su comportamiento. Cuando comprobó que el animal estaba a punto de abandonar su frenético pataleo y ahogarse, lo sacó del agua y lo secó con delicadeza con un paño. Pasados unos minutos, lo metió de nuevo en la cubeta con agua y pulsó el botón del cronómetro, cuyo acelerado tictac marcaba el ritmo de una competición contra la muerte.
El resultado fue sorprendente. La rata aguantó cuarenta minutos antes de ahogarse.
Entusiasmado por el cambio de comportamiento del animal, repitió el experimento con otros roedores, que en todos los casos aguantaron más de cuarenta minutos hasta ahogarse, e incluso algunos superaron la sorprendente barrera de una hora nadando antes de perecer.
Ese mismo año de 1957, el venerable docente Curt Richter, a sus sesenta y tres años, publicó en la prestigiosa revista Psychosomatic medicine los resultados de su experimento, cuya conclusión fue un hallazgo sensacional en la comunidad científica: la esperanza era lo que había mantenido con vida a las ratas, pues cuando los animales a pique de morir ahogados eran rescatados, al volver al agua confiaban en que iban a ser salvados, y esa motivación les insuflaba unas formidables fuerzas para seguir luchando.
Este libro trata de la esperanza proporcionada a las comunidades humanas a lo largo de la historia a través de las utopías, es decir, del diseño de sociedades perfectas, ideales, donde las personas podrían liberarse de la opresión, resarcirse de los agravios sufridos, abandonar la pobreza y convertirse en hombres y mujeres elegidos. Esta obra considera que las utopías son experimentos sociales que utilizan a los seres humanos como cobayas al prometerles un paraíso en la Tierra, los cuales la mayoría de las veces no son sino un cielo con colmillos, ya que el edén suele devenir en infierno. O sea, muchas de las utopías se transformaron, progresivamente o de sopetón, en lo que en el ámbito de la ciencia ficción suele denominarse como distopías: sociedades futuras de características negativas. Desde esta óptica, la mayor parte de los experimentos utópicos serían algo así como la cara oculta de la Luna, el reverso tenebroso de la Fuerza o el doctor Jekyll y mister Hyde.
Normalmente, los estudios sobre las utopías se circunscriben al ámbito filosófico, lo cual no sólo me parece un reduccionismo de concepto y método, sino que ofrece una imagen distorsionada, pues al enjuiciar las utopías exclusivamente desde el campo teórico de la filosofía la conclusión que se extrae es que casi todas fueron una especie de Jauja o de Disneyland para adultos, donde llevar una pulsera en la muñeca daba derecho a barra libre de felicidad. Quiero destacar que he cribado lo que yo considero utopías, es decir, un elenco de elaboraciones intelectuales, regímenes políticos, proyectos religiosos o movimientos sociales que no pasaron del papel a la realidad. Cada una de las sociedades ideales vistas en este libro se contextualiza necesariamente en un momento histórico, pues desconectarlas del periodo en el que fueron concebidas es un dislate, un disparate monumental. Además, como lo encuentro algo fundamental, echo mano de la historia de las mentalidades para comprender las motivaciones de los intelectuales y políticos que concibieron dichas utopías o fueron sus parteras, así como de las masas populares que las acogieron como maná caído del cielo, una suerte de algodón de azúcar celestial con el que el pueblo alimentó su estómago y nutrió su alma.
Mi visión de las utopías, por consiguiente, la tomo de las humanidades, la hago desde una perspectiva hecha con aportes de historia, filosofía, arte, literatura, cine y música. Mis reflexiones nacen de lo que he vivido, leído y visto, pues cada uno de nosotros es un balance ponderado de todo ello.
En beneficio del interés del lector (porque para un buen lector el aburrimiento es un delito de lesa majestad y un pecado mortal), he optado por escoger sólo los diseños teóricos más trascendentales (utopías literarias hubo a gogó en los siglos XVII y XVIII) y he priorizado aquellas utopías que llegaron a crearse o estuvieron en trance de hacerlo en algún momento de la historia. La mayoría de las sociedades idílicas que se construyeron superan la capacidad imaginativa de un novelista o de un guionista de Hollywood, por muy dotados que estén para la inventiva. En este caso, que la realidad supera a la ficción no es una frase hecha, sino una evidencia, algo que no admite discusión.
Este libro me ha rondado durante casi treinta años, como una historia de amor imposible. Ni él daba el paso ni yo me atrevía a darlo, porque no me veía preparado, hasta que, de común acuerdo, llegó el momento de encontrarnos, convivir y confirmar que la larga espera había merecido la pena. El fogonazo de la idea surgió en mis años universitarios, pero he tenido que leer cerros de libros, conversar sin que importunasen los relojes con amigos que han fagocitado bibliotecas y, sobre todo, meditar hasta tener una opinión fundamentada y escribirla con la mayor galanura de la que soy capaz. La vida es el mejor decantador para que un escritor alcance una voz narrativa propia.
Esta es la historia de adánicos paraísos terrenales que terminaron convirtiéndose en tierra de dráculas.