La lección de vida que un vigilante del MET aprendió entre obras maestras
En 'Toda la belleza del mundo', Patrick Bringley relata la década que pasó trabajando en el museo neoyorquino tras dejar 'The New Yorker' en pleno duelo por la muerte de su hermano
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Iniciar sesiónCuando el hermano de Patrick Bringley falleció de cáncer, fue a visitar junto a su madre el Museo de Arte de Filadelfia. Buscaron refugio en los maestros antiguos y encontraron consuelo en sus cuadros. Poco después, Bringley tomó la decisión de dejar su ... trabajo en el 'The New Yorker' para hacerse vigilante del Museo Metropolitano de Arte (MET) en Nueva York. Estuvo allí una década, sintiendo, reflexionando, observando en su duelo hasta que se sintió listo para volver al exterior. Vuelca su vivencia en 'Toda la belleza del mundo' (Paidós).
No hay muchos que dejen un puesto con vistas al Empire State por trabajar de pie en turnos de ocho a 12 horas diarias, pero Bringley tenía sus motivos: «Cuando se tiene una experiencia como la de sentarse junto a la cama de hospital de un ser querido que está sufriendo y muriendo, puede ser difícil volver corriendo al acelerado mundo de la vida ordinaria. La atmósfera de la habitación del hospital es muy dolorosa, pero también muy hermosa, porque te enfrentas a algo que es elemental y central en el núcleo del drama humano. El sentimiento tranquilo y sagrado de la habitación de hospital puede recordar a los cuadros de los maestros», explica a ABC.
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Celia Fraile GilBringley se adentra en las salas del MET que acogen sus obras con llaneza y asombro. Suspendido en ese limbo temporal y libre de expectativas laborales, pudo dar rienda suelta a las reflexiones que le iban surgiendo al experimentar toda esa belleza, sin interpretarla. Así es como recuerda enfrentarse cuando tenía once años a 'La cosecha' (1565), de Pieter Brueghel, en su primera visita al museo neoyorquino, que todavía sigue siendo especial para él: «Es uno de los primeros paisajes reales de la historia del arte occidental, es decir, Bruegel se tomó la molestia de pintar el mundo que veía a su alrededor. Y ha pintado un cuadro de ese mundo que resulta a la vez sobrecogedor y humilde. En el primer plano, nueve campesinos hacen un alto en el camino para compartir una comida, mientras el vasto mundo se extiende a sus espaldas sin que nadie se dé cuenta. Y a veces pienso: 'Bueno, eso es lo que hacemos todos. Este es un cuadro sobre todo'».
El autor asemeja esa manera de observar el arte a la adoración. En sus memorias cuenta cómo, en la visita junto a su madre en el Museo de Filadelfia, cada uno se sintió atraído por un cuadro. Bringley se encontró ante una Adoración de Cristo medieval, que representaba a María, los reyes y los ángeles venerando a su hijo recién nacido. Su madre se decantó por una 'Piedad' de Niccoló di Pietro Gerini en la que María acuna el cadáver de su hijo.
'Toda la belleza del mundo'
- Paidós 214 páginas
'Toda la belleza del mundo' parece pivotar entre esta dualidad de esa adoración de la belleza, que conecta con lo trascendente, y el sufrimiento, que recuerda nuestra mortalidad. «Pueden parecer las dos caras de una moneda, y estas dos emociones tan primarias se entremezclan con frecuencia. Sí, hay trascendencia en la vida, pero la mayoría de nosotros estaría de acuerdo en que las partes más bellas del ser humano están inextricablemente unidas al dolor de ser humano. No hay nada más hermoso que el amor, pero nos hace vulnerables. No hay historia que nos conmueva más que la de una vida humana, pero eso sólo es posible porque es finita y al final debe terminar», reflexiona el autor.
También se entremezclan en la experiencia de Bringley en el MET. Al principio, lo escoge como refugio hermoso, sí, pero también porque no le exigía seguir adelante. Como un lugar de culto o un bosque, son espacios que «no intentan convencernos de que salgamos de nuestro dolor. Nos dejan ser», incide. Después de pasar por el templo egipcio de Dendur; 'Árboles viejos, distancia de nivel', la pintura del maestro Guo Xi de la dinastía Song del norte, los nenúfares de Monet o un nkisi de los songye en el Congo, comienza a fijarse en sus compañeros de trabajo y en los siete millones de personas que visitan la institución al año. «Pensé que había aceptado el trabajo para estar callado -y había mucho silencio-, pero al final me enamoré del ritmo de las conversaciones cortas y amables que mantenía con los visitantes del museo. Y luego con las conversaciones más largas que mantenía con mis compañeros guardias. Creo que aprender a manejarlas determina en gran medida el tipo de persona que uno será. Tenía 25 años cuando acepté el trabajo y creo que me enseñó la cara con la que me enfrento al mundo», reconoce.
Bringley encuentra la conjunción entre lo prosaico y lo sublime en el sufista murciano Ibn Arabi, a cuyas reflexiones llega cuando le destinan al ala de arte islámico (su patio tiene un 'mihrab' en el que un visitante se pone a rezar tras pedirle permiso). Arabi defiende que necesitamos ambas dimensiones, la lógica y la espiritual, y propone como metáfora nuestra visión, que se completa con los dos ojos. «A veces, la Realidad última del mundo (o, como él decía, Dios) parece muy misteriosa e incomprensible. Otras veces, es como si una parte de nosotros estuviera conectada directamente a ella; después de todo, tenemos esas extraordinarias mentes humanas que están afinadas para percibir tanta belleza y maravilla a nuestro alrededor. Arabi diría que ambas son percepciones importantes y que no podemos conciliarlas. Simplemente debemos ir y venir de una forma de ver a la otra».
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