La barbitúrica de la semana
Hasta el pellejo
No conforme con expulsar a Sergio Ramírez, Daniel Ortega le retira la nacionalidad
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Iniciar sesiónEn su 'Carta al exiliado', María Zambrano dirige sus palabras al que sufre el destierro y padece «la vida que le dejaron sin que tuviera culpa de ello». Su destinatario es aquel al que le fue dada «toda la vida y el mundo, pero sin ... lugar en él». Tras liberar a doscientos presos políticos a cambio de la expulsión de Nicaragua, despojarlos de su nacionalidad y confiscar sus bienes, el régimen de Daniel Ortega hizo lo mismo con noventa y cuatro personas más, entre ellas el escritor y premio Cervantes Sergio Ramírez, quien hace más de un año tuvo que exiliarse en Madrid acusado arbitrariamente de ocho delitos. Más de medio siglo después, Ramírez ha vuelto a vivir lo mismo, con una diferencia: cuando Somoza lo declaró traidor a la patria, él tenía 30 años. Ahora tiene 80. Dos exilios en una misma vida. Entonces no fue despojado de su nacionalidad, hoy sí.
Tras el destierro en Costa Rica durante los años setenta, el escritor regresó a Nicaragua y formó parte junto con el propio Ortega del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), pero muy pronto se convirtió en disidente y crítico de lo que consideró un proyecto autoritario. Desde que se distanció del movimiento sandinista del que formó parte como vicepresidente en 1984, Ramírez no ha cejado en sus críticas contra la deriva autoritaria de Daniel Ortega, cuyo régimen ha laminado cualquier tipo de oposición, torturado y encarcelado a los principales disidentes políticos, así como a miles de ciudadanos. Ortega le hizo pagar un alto precio.
El tiempo autoritario reanuda la tragedia o la retoma donde otro la dejó. «La idea de que te pueden quitar el país es absurda, no tiene ningún sentido», ha dicho Ramírez a la prensa, curtido ya por la lucidez que da la experiencia. Nadie puede arrancarle la nacionalidad como si fuera la piel, piensa. Es cierto, pero en el intento se infringe dolor. Ya es suficiente habitar un mundo sin hallar el lugar propio, como para encima llevar a cuestas semejante penitencia. Las revoluciones han sido y serán eso: esa inmensa tierra baldía que convierte en pellejo adolorido la piel de quienes la atravesaron.
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