Karina Sainz Borgo: «Estamos enfermos de literalidad»

La autora y periodista de ABC publica 'La isla del doctor Schubert', un relato de tono mítico que nos sumerge en un mar lleno de monstruos y resucitados

Karina Sainz Borgo, retratada en el Museo Naval José Ramón Ladra

El mar se descubre muchas veces, tal vez porque nunca es el mismo. O porque hay muchos. Karina Sainz Borgo (Caracas, 1982) lo conoció en el Caribe, en una playa de aguas diáfanas que estaba muy cerca de una refinería. «El primer recuerdo que ... tengo del mar está embadurnado de aceite de petróleo. Es una maldición. Salí con el traje de baño negro, lo cual habla perfectamente del lugar donde vengo, lo describe a la perfección», cuenta ahora, entre la memoria y la amargura. Hace dos años se subió a un barco en el Mediterráneo para escribir un reportaje sobre Pérez-Reverte, y regresó con un libro aún por hacer. Con una revolución interior. «Ese viaje fue la constatación del mar como una criatura viva, como una masa furibunda, como una entidad. Ese viaje me regaló un lenguaje de mar que yo desconocía por completo, una literatura nueva», relata, ya con su criatura encima de la mesa.

'La isla del doctor Schubert' (Lumen) es un mito y una fantasía y una aventura y una guerra y una fascinación: un cuento traído de muy lejos, donde no rigen las leyes de la física y los sueños aún se escriben en la piel. Hay una mujer que busca el cadáver de su padre ahogado y encuentra al ser más vivo de la Tierra, un dios que se aburre y agita su mundo para matar el tiempo, un hombre que cría monstruos y odia a los turistas, un médico que tal vez fue desertor. Y tantas cosas más.

—El libro es el relato de una traductora de sirenas y otras profundidades hipnotizada por la figura del doctor Schubert. De él dice que «quien lo narra delira, olvida y falsea». ¿Hay cosas que solo se pueden contar desde el delirio, desde el símbolo?

—Estoy convencida de que es así. La idea del delirio se parece mucho a la idea de lo fantástico. Pensemos hasta qué punto muchos de los monstruos que vemos descritos son producto de la imaginación o del delirio. Hasta qué punto los navegantes interpretan como un monstruo lo desconocido… Si te pilla una fiebre en medio de un barco ves una ballena y te parece un dragón. Todo lo que hemos construido de ese mundo del mar y ese mundo mitológico puede estar tamizado por este tipo de cosas.

—Sus libros están llenos de gente muerta, pero este está lleno de gente resucitada, de gente que se transforma, que muta, que sigue.

—Sí, es un pelotón de resucitados [sonríe]. Empezando por mi propia voz y mi propia manera de hablar y de escribir. Es un libro de transformaciones, de transformaciones afectivas, producto de una pena de amor, producto de un luto, de una búsqueda, de una ausencia. La protagonista recorre los mares buscando el cadáver de su padre, y se consigue al hombre más vivo que puede conseguir. Tristán es un violinista al que le han cortado las extremidades. Es un ser monstruoso, pero es el que más busca activamente belleza.

—¿Cuál es la belleza de los monstruos?

—Toda la posible: cualquier cosa desconocida es hermosísima. Estudiando a los monstruos me encontré criaturas bellísimas: bellas en su volumen, en su defensa, en sus escamas. Estos monstruos atormentados parecen muy feroces, pero en el fondo son seres indefensos. En 'La casa de Asterion', el cuento de Borges, Teseo atraviesa el laberinto para matar al minotauro. Y termina diciendo: «Ariadna, ¿podrías creer que el minotauro apenas se defendió?» Es esa idea. En el libro hay una batalla contra monstruos que realmente no quieren pelear.

—'La isla del doctor Schubert', dice al inicio del libro, «es un paraíso… para quien puede soportarlo».

—Esa frase se la dijo Gertrude Stein a Robert Graves. Mallorca es un paraíso… si consigues soportarlo. Todo paraíso es insoportable hasta cierto punto. Porque incluso hasta los arrebatos de amor más grandes se vuelven insoportables. Todas las experiencias totales pueden llegar a ser inmisericordes con quien las vive.

—Otra cita: «Nada de esto es del todo cierto, pero no por ello falso».

—En la literatura es así, ¿no? En la vida es así. Vivimos fabulando, exagerando cosas, apelando a hipérboles. Y en este libro la idea de que el lenguaje crea cosas está todo el rato presente. El lenguaje crea un universo.

—La frase parece un alegato contra la fiebre de la autoficción en la que vivimos todavía…

—Sí, sí, sí, sí, sí. A mí me parecía que había que volver a la literatura en sus planteamientos canónicos. Una ficción, crear un mundo desde cero, que ese mundo se sostenga. Estamos enfermos de literalidad, de autorreferencia. Estamos enfermando dentro del habitáculo de nuestra vida, de nuestro pequeño apartamento europeo desde donde vemos el mundo. Me genera cierto hartazgo también como lectora. Esas sobredosis de vida doméstica, de autorreferencia.

—Además, la vida propia se agota muy rápido.

—Y hay una sobrepublicación de literatura con propósito. Una literatura que se propone reivindicar, corregir, rehacer. La literatura no corrige, no rehace, no venga, no repara. La literatura imagina, molesta, te pone nervioso. Y yo tengo la sensación de que estamos renunciando a la ficción, a los lectores.

—Aquí la ficción es total. A veces parece que Schubert es un dios que se aburre, como los dioses griegos.

—Schubert juega con la isla, enloquece a sus habitantes, odia a los forasteros, les hace trastadas. Es un personaje que parece del siglo XIX, pero está en el siglo XX, en el XXI. Odia los cruceros y a los turistas y les depara venganzas y maldades. Es literatura del XIX en el mundo contemporáneo: las sirenas se vuelven locas y se van a los almacenes a buscar faldas nuevas y vuelven trastornadas porque no hay de su talla.

—Las referencias a otros autores son constantes. Pero sobre todo parece que el libro bebe de Conrad, de Stevenson, de la novela de aventuras del siglo XIX.

—Yo era una analfabeta en esa tradición, no había leído literatura de aventuras de manera sistemática. Y fue un hallazgo. Los verdaderos viajes de Conrad son morales, son unos viajes hacia la oscuridad personal de sus propias criaturas. Uno lee a Jack London y le viene esa sensación de que siempre están viajando hacia un lugar oscuro. Ver eso quizás con ojos adultos me pareció fascinante… Un escritor que no lee está muerto. No te puedes sentar a escribir con el estómago vacío.

—Aquí el trabajo del lenguaje es evidente: es una historia construida casi desde el tono, desde los colores, desde la música.

—Una novela necesita una osamenta, que es la estructura, cómo la planteamos. Pero el lenguaje es la nervadura. Por donde circula la sangre, por donde bombea un libro su belleza. Los cantos de la 'Odisea' nos gustan porque hay un ritmo, hay un movimiento, el lenguaje tiene un papel central allí. Es lo que pasa con toda la oralidad literaria. Recuperar y meterse ahí otra vez era una manera de meter el dedo en el corazón. De tocar algo vivo.

—El doctor Schubert –escribe– sabía que «a todas las guerras las desencadena una tragedia minúscula que acaba en otra». ¿Empiezan todas las guerras de la misma manera?

—Es como el cuento de... «Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles». La cólera de un guerrero empieza a rodar y esa cólera se convierte en una tragedia que involucra a miles. Todas las guerras tienen ese principio. Pero la guerra, tal y como la hemos vivido en los últimos cien años, es una guerra sin belleza, es una guerra sin aventura. Es una guerra por conquistar territorio, pero no es la guerra que aprendimos a leer en los clásicos griegos. La guerra de los clásicos griegos era brutal, pero estaba revestida de una pátina de aventura, que es lo que yo quería recuperar. Porque ya no se interpreta la guerra así, nadie interpreta a Putin como un marino con hambre de mundo, no, es un asesino... La literatura de aventuras está construida sobre la idea de la guerra como aventura también.

—Ese tipo de novela de aventuras se quedó en el XIX, ¿no? Ya no hay tantas así.

—Creo que en buena medida es porque tenemos pocas incógnitas. En el mundo contemporáneo todo lo sabemos, somos capaces de predecir todo, somos capaces de planificar un viaje con el móvil, de saber cuántos nudos tiene el viento con la misma herramienta. Tenemos poco que averiguar. Poco que emprender como aventura. Eso nos ha vuelto seres un poco más adocenados y más domésticos. ¿Cuál es la aventura contemporánea, cuáles son los mares que cruzamos? Yo creo que son mares estrictamente sentimentales, personales, morales. Todas las tormentas que experimentan los personajes de la literatura contemporánea son tormentas morales, tormentas de qué es lo correcto, qué sí, qué no, qué se debe hacer. Por eso me gusta tanto Javier Marías… Quizás ya no tenemos la aventura canónica, pero estamos diseñando otros naufragios.

—El libro se abre con una cita de Javier Marías: «Somos el narrador en tercera persona de una novela [...]: es él el que dice y cuenta [...]. Se ignora por qué sabe lo que sabe y por qué omite lo que omite». No es el único homenaje.

—Releí muchísimo a Javier Marías para escribir este libro, porque el personaje principal adora a Javier Marías. Está el Reino de Redonda, por ejemplo. Y Schubert dice que es el hombre que puede leer los pensamientos como el novelista que podía intuir los pensamientos pirómanos de un vigilante de museo. Hay un montón de homenajes. Y lo más triste de todo es que esos homenajes fueron mientras Marías vivía… Le debo todo a Marías. Yo no sabía leer a Shakespeare hasta que no leí a Marías. Yo no había leído a T. S. Eliot hasta que no leí a Marías. Es un autor que me ha hecho menos imbécil, que me ha hecho menos inculta, que me ha hecho una lectora mucho más sensible.

—La otra cita que abre el libro, por cierto, es de Kafka: «Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros».

—Debería, debería. Cuando es el hacha que rompe un hielo es que estás rompiendo un corazón duro. Estás rompiendo una piedra, estás atravesando algo. Y muy poca literatura es capaz de hacer eso, de conmover. Eso es lo que hace la literatura. No reparar, no reivindicar. Solo emocionar.

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