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ABC Cultural

Kantianos en Cáceres: encuentros filosóficos que revitalizan Extremadura

San Martín de Trevejo, Sierra de Gata (796 habitantes), acogió 15 ponencias magistrales, acampada, conciertos, observación astronómica

Miguel Ángel Roca Durán

«Si la filosofía es algo, es una conversación muy pausada», decía el decano Juan José García, en la ponencia de cierre. Luis Mariano Martín, apicultor y ganadero del pueblo, le respondía: «justo eso hacía yo en mis charlas de verano, sentado en el monte con los ancianos».

En ese momento, justo al final, el encuentro lograba su cometido: unir academia y ruralidad.

Al inicio noté desconexión, nunca enemistad, pero sí algunas fronteras. En el bus desde Madrid comentaban dos estudiantes que el año pasado la alcaldía se había quejado por la rigurosidad en las exposiciones. Replicaba uno: «¡pero claro que tiene que tener complejidad!».

Dicho y hecho, la primera charla fue un robusto tratado sobre el concepto heideggeriano de la técnica, y la idea kantiana del esquematismo. Irene Borges, filósofa portuguesa (en extremo encantadora, eso sí), había preparado un seminario doctoral. Sin complejo alguno, dos mujeres de la localidad reían cómplices en su desconocimiento. Una de ellas buscó en Wikipedia el nombre del filósofo, y jocosamente se lo mostraba a su esposo.

Fruta del supermercado

Carmen Segura, directora del departamento de lógica, con tino redujo los tecnicismos en la siguiente intervención. Planteó que la vida rural es ahora una quimera y que el campo es una extensión precarizada de la ciudad, sosteniendola sin disfrutar de sus beneficios. Esta época, afirmaba Carmen, es de plena desmesura, de espíritus empobrecidos que ya no tienen medidas, ni ritmos, ni estaciones, ni razones para agradecer o dar los buenos días.

Apuntaba con amargura: «Si le preguntas hoy a un niño de donde viene su fruta, te dirá que del súper».

Un asistente replicaba: «yo creo en realidad que hoy vivimos la mejor época de la historia. ¿Acaso queremos volver a cuando no teníamos ni luz?, ¿a cuando los reyes ya se quedaban sin dientes a los 40?». Ella se defendía: «No quiero volver a ninguna época, critico la mía, el presente».

En el café me acerqué a preguntarle si hubo alguna vez autenticidad, y me negó el intento de nostalgia. Convenimos en que la sociedad está peor pero que nunca estuvo mejor. A pesar del fatalismo, opino yo que su voz guarda melancolías. Las esconde por motivos teóricos.

Me aborda después un hombre de ojos inyectados, cigarrillo en mano, omitiendo el espacio personal. Me dice con una calidez contradictoria: «bienvenido a Sierra de Gata, seguro te gustarán las piscinas naturales y nuestro galaico-portugues». Llevaba razón en ambas.

¿España vacía, vaciada, subestimada?

Resulta que el hombre era funcionario de la secretaría de desarrollo rural en Extremadura, cuya directora, María Ángeles Muriel, me comenta: «queremos repensar la despoblación, por eso contactamos a la facultad de filosofía, para reflexionar sobre nuestro reto demográfico».

El alcalde de San Martín de Trevejo me insiste en lo mismo, pero añade: «no nos gusta lo de 'España vacía o vaciada', somos la España abandonada, y lo que más necesitamos son conexiones de tren, de pueblos, de personas».

Contacto también con los demás actores involucrados, la asociación Adisgata y el parque Fundecyt. Me formulan la paradoja entre necesitar tecnología y ser desplazados por ella.

La siguiente charla tocaría justo el tema. José Ramón Villalba, profesor de Antropología Filosófica, exponía el planteamiento de Hannah Arendt sobre el telescopio y cómo éste habría modificado la condición humana: por primera vez algo externo a nosotros, un objeto inanimado, servía mejor que los sentidos mismos al momento de buscar la verdad.

La técnica nos ayuda, nos reemplaza, nos altera. En compensación a la ofensa, nos regala productividad.

Alba Jiménez Rodríguez, la organizadora principal del evento, puntualizaba: «somos muy productivos, sí, pero muy poco fértiles».

Poca fertilidad en las tierras sobreexplotadas, en los matrimonios desencantados, en la creatividad lastimada de una juventud con atención deficitaria. Terminaba la jornada con un panorama ennegrecido.

Saliendo del aula me reconforta el atardecer color salmón y el soplo gentil de vientos montañosos. Me cuenta un policía forestal sobre las mangostas y los hurones ibéricos. Los busco sin éxito alguno. Me conformo con una vaca errante haciendo sonar su campana.

Llego al centro histórico, rocoso, florido, con luces cálidas y miradas amables. Noto la importancia espiritual del chorro que atraviesa las calles empedradas. Y es que los mañegos (gentilicio de San Martín), vivirán todas sus noches escuchando el devenir sanador del agua en perpetuidad. No por nada el pueblo es bien de interés cultural. ¿Su belleza compensa el aislamiento? seguro que no, pero aliviana. En fin, una guía local nos regala historia, mitos, usos y costumbres hasta muy pasada la medianoche. Turismo-aprendizaje.

Las amigas de la abuela

Los asistentes acampamos cerca del aula, los docentes vuelven del hotel. Sería este un sábado muy particular. Empezamos tarde, sin prisa, acordes al principio desacelerador que motivaba la visita. La primera ponente reflexiona sobre los que nacieron en el campo, forjaron reputación en la ciudad, y volvieron al origen. Usa de ejemplo a Sanguijuelas del Guadiana, músicos extremeños que tuvieron que triunfar en Madrid para permitirse un retorno dignificante, verosímil.

Ella misma vivió la experiencia. Se crió en un pueblo murciano, se academizó complutense, antihegemónica, y decidió volver. Le duele la posibilidad de pedantería: «creemos saber mejor que los que se quedaron. Para controlar eso, estoy atenta a la opinión que tienen sobre mí las amigas de mi abuela».

Pasa después Antonio Duarte, docente de filosofía científica. Propone el término 'musement', un estado mental distinto al entretenimiento y a la concentración, donde la distensión activa permite la solución de problemas. Argumenta que esto se logra caminando, andando. Intenta esquivar el cliché de Machado, pero no lo puede evitar.

Sostiene que existe una diferencia entre filosofar estáticamente, como lo hace 'El Pensador' de Rodin, sentado, con mano en mentón, y filosofar caminando. Con la primera técnica hay ensimismamiento, con la segunda, apertura al entorno. Habla de los avances en neurociencia y otorga pruebas empíricas del llamado 'trastorno por déficit de naturaleza', es decir, de las consecuencias neuronales de no ver un bosque por mucho tiempo.

La teoría de la cabra

El apicultor conectaba con la idea: «yo siento ese estado del que hablas cuando camino por una extensión de ganado bien cuidado, ahí soluciono mis otros problemas». También participa de la charla posterior, que versaba sobre lengua y ecosistemas. En el turno de comentarios plantea una teoría lingüística de las cabras (y no confundirse, de ingenuo no tenía nada, solo fungía el rol para opinar sin réplica).

Decía Luis Mariano que las ovejas no evolucionaron su lenguaje porque cuando una emite un sonido, el resto de ovejas la siguen, sin importar si esto las lleva a un precipicio. Por otro lado, las cabras emitirían sonidos distinguibles, tonalidades que indican peligro, tranquilidad o posibilidad de comida. Nadie tuvo la impertinencia (o la valentía) de refutarle con argumentos de biblioteca.

Los complutenses buscaban despojarse de aires urbanitas, pero el sol no se tapa. Muy amables, dos profesores jóvenes ofrecen llevarme al pueblo aledaño donde nos tenían preparado un concierto. El móvil les indica un atajo y deciden tomarlo. El coche era un BMW y estábamos en el monte, así que nos quedamos varados. El embrague desprendía olor sobrecalentado. «Pregúntale a la IA si podemos seguir conduciendo cuando huele a quemado», le dijo el de antropología al doctor en ontología. Y la máquina respondió que no, que debían esperar.

Disipado el olor, nos fuimos. Segundos después, empezaron a debatir sobre contractualismo. Tarde-noche inverosímil 

Llegamos a lo alto de un pueblo recóndito con un castillo destruido y una iglesia impecable de 450 años, alrededor habían tumbas excavadas en roca. Trevejo nos recibía con un coro de cantos gregorianos, pero el calor me impedía apreciarlos. Salgo, veo a Luis Mariano, y me indica un sitio estratégico en la sombra trasera de la iglesia, justo al lado de una ventana que permitía escuchar las piezas sin derretirse en el intento.

Pasada la música y la visita al castillo, nos regalan una recepción de no creer. La localidad, presidida por los dueños del único bar en activo, nos tenía preparada una cena de carne desmechada con torreznos, una degustación de sus tres mejores vinos artesanales, y un dulce típico por si acaso hiciera falta.

Y para quien quisiera, estaban montados telescopios para ver la luna y Marte. También habían contratado astrónomos, que, con un láser verde nos hacían una lectura de las constelaciones. Justo en plena explicación, seis satélites Starlight recorrían el cielo. Lo prometo.

Decir obviedades

Al día siguiente, un anticlimax de agradecimientos interinstitucionales sumado a una charla de 60 minutos sobre Inteligencia Artificial. Casi claudica la paciencia de los oyentes ante las preguntas-opinión de quienes levantan la mano para impresionar. Y por fortuna, intervino el decano con la ponencia de cierre. Soltaba en su conclusión: «un filósofo, cuando tiene algo de razón, dice solo obviedades».

Con ese buen sabor, me fui a la piscina natural en las horas que quedaban. Aguas heladas curaban la pesadez de 35 grados por la tarde y 15 ponencias en un solo fin de semana.

Tranquilizado por el caudal, pensé en que no necesitaba San Martín revitalización, otros pueblos seguro que sí. Este requiere que lo quieran tanto como dicta su condición cristalina.

Y es que aquí no ofrecemos soluciones. Un poco de lirismo como mucho.

A mi vuelta, en el bus, intento matar a una avispa apoyada en el ducto del aire acondicionado. Me pica, me retuerzo. Llegamos de noche, el cansancio le gana a mi turismo-aprendizaje, y me voy al Carrefour que nunca cierra para comprarme una pera.

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