Flamenco
Juan Talega, la oscuridad sin tiempo
Música
Antonio Mairena reescribió el cante flamenco a partir de su figura, cuyo principal cimiento fue el misterio
Una mirada radical a Manolo Caracol desde Pamplona
Luis Ybarra
Se espesa la sangre por las grietas de su soleá. Todo es arruga y negritud. El lamento cadencioso de un hombre que ha dejado de gritar para empezar a zarandear con esa torpeza propia de la senectud tercios como este: «A quién le contaré yo/ ... las penas que estoy pasando/se las voy a contar a la muerte/cuando me estén enterrando». No hay pelea en el cante de Juan Talega, sino entrega. Abatimiento puro. De vueltas parecía hasta de la lucha aquel dinosaurio que fue tratante de ganado y que a punto estuvo de ser deglutido por la historia.
Se extingue el verano cuando abre las fauces. Se apagan las tormentas. La luz y el tiempo se detienen. Trizas se hacen las eneas y áspero el diapasón de la guitarra que le acompaña en ese trance solitario. Mientras tanto su rostro, ese que retrató Colita y que tan bien describió Gala, se exhibe como uno de esos que ya no existen en el mundo contemporáneo: «Juan Talega, con su facies leonina de leproso milenario, estaba allí, en escena, acorralado, falseado, limpiándose la esfinge reseca que tenía por cara con un pañuelo grande. Estaba allí y no estaba. ¿Cómo iba a estar, de verdad, un león en un teatro? Hay animales que no se reproducen en cautividad. Un león nacido en la jaula de un zoo tiene melenas, zarpas, cola batiente y ojos enojados. Pero, ¿es todo eso solo lo que le hace león?», escribió el autor de 'Más allá del jardín' tras verlo actuar en el II Concurso Nacional de Córdoba de 1959.
He dicho actuar, pero he errado en el verbo, pues no cabe ni siquiera una mentira en esa expresión, por inocente que sea. No actúa, clama. Le reverberan las letras. Se le derrama lo agónico, pero no interpreta. Eso jamás. Directamente, se duele en primera persona. El de Dos Hermanas no se profesionalizó hasta que fue un anciano. Cantó en las sombras de los cuartos. Siempre de puertas para adentro. Y fue su amistad con Antonio Mairena la que, en la recta final de su vida, lo encumbró como una figura misteriosa. La base del cante gitano andaluz que defiende el mairenismo se sustenta, en gran medida, en el testimonio de este nazareno ancestral que nació en 1897 y conservó lo ajado para legarlo. Colocó así, sin pretenderlo, los cimientos de la restauración artística que acometería el cantaor de los Alcores junto al poeta Ricardo Molina a través de libros como 'Mundo y formas del cante flamenco'. La historia desde entonces se escribe a partir de los recuerdos de Juan Talega.
Tenía todo aquel tipo para terminar siendo mitificado. Lo cavernoso de su eco, su mirada al reverso de la zozobra, su carácter reacio a los focos. Así lo presentó Antonio Mairena en los festivales incipientes: como la vieja fuente fidedigna de un mundo que ya se había ido. Como el tabique que se cerró a las impurezas de lo comercial. El cante, en suma, sin contaminar. Un Cerbero custodio de lo jondo.
Fue hijo de Agustín Talega y sobrino de Joaquín el de la Paula, el creador de las soleares más de tierra adentro que todavía se interpretan. Las más paradas y solemnes. Vivamente adormecidas. Pasó sigiloso por la llamada Ópera Flamenca de principios de siglo. Como no se expuso ante las masas, desconocemos sus facultades en su etapa de juventud, pues las tandas de grabaciones de las que disponemos son tardías. En 1967 se le homenajeó en Morón de la Frontera. En 1970, en el teatro de la Zarzuela de Madrid. Falleció en el 71 en el mes de julio. Desde entonces, todos los veranos, un festival con su nombre programa a artistas del momento en Dos Hermanas. La próxima edición, que tendrá lugar el 16 de junio, con María Terremoto a la cabeza del cartel.
Juan Talega habita fuera de todo contexto porque no coexiste en semejanza con nada. Pasó de huidizo cantaor en reuniones privadas a magistral rareza. Su cante no tiene tiempo. Es viejo o radicalmente moderno. Qué importa. La seguirilla mortecina del Loco Mateo con Morao a la guitarra en pleno desconocimiento de la estridencia o el martinete gutural ante la extrañeza de unos pocos presentes en un Potaje utrerano. Una búsqueda romántica, en definitiva, hacia la raíz y el silencio.
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