El estilista del efecto
Su precisión, a veces, supone un obstáculo para la claridad. Nadie habla así
Azorín, el cronista inmortal de todas las crisis de España
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Iniciar sesiónAzorín escribía como el torero que saca los últimos muletazos a un toro cansado. De uno en uno. Sobre el segundo aviso. Sin ligarlos en una tanda. Daba la impresión de estar sufriendo en cada frase. Como si la estuviera sacando del cuarto ... más oscuro del alma. Allá donde reside la verdad y el nombre exacto de las cosas. Recuerda a aquel verso de Juan Ramón: «Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas! Que mi palabra sea la cosa misma, creada por mi alma nuevamente». Miraba la realidad como un pintor. También así la miraba Hemingway.
Pero Azorín era diferente, porque no usaba las luces y las sombras para colocar la acción, sino como si fuera un artista figurativo. Como un contemplativo. Y, así, cada frase era una pincelada impresionista. Un estilo corto. Yo siempre he pensado que es por la influencia del valenciano, que es un idioma que apenas utiliza subordinadas. Azorín decía que se trataba solamente de poner una frase detrás de otra. Puede parecer una tontería, al fin y al cabo todos los escritores ponen una frase detrás de otra. Pero no lo es. En castellano tendemos a poner una frase dentro de otra. Sumando datos accesorios a la oración principal. Pero, en valenciano, el fraseo es diferente. No divaga, sino que resuelve. Aunque puede que esté equivocado.
Dicen los que le admiran mucho que Azorín es un autor de llegada, no de partida. Que, en otoño, a un árbol se le caen las hojas y a un autor se le caen los adjetivos. Y que ese estilo limpio, claro y transparente es el bueno, porque la precisión mejora la comprensión. Y la comunicación. Lo contraponen a una prosa enrevesada, que se aleja del buen estilo porque no comunica. Por eso, un buen estilo no estaría tanto en el inicio sino en el fin, no tanto en la causa sino en el efecto. Es decir, en la comprensión que consigue. Pero, quizá, se equivoca. Porque su precisión, a veces, supone un obstáculo para la claridad. Nadie habla así. Nadie da muletazos tan cortos. La verdad total no es una suma de verdades parciales. Y la riqueza léxica no es tan importante como ser capaz de trasladar la profundidad de las sensaciones.
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Azorín
El propio Azorín admite que el estilo no es voluntario. Es algo puramente físico, una muestra transparente de la estructura mental a través de la cual fluye el pensamiento. Es decir, un proceso cognitivo. El que escribe mal es porque piensa mal, nos diría. Y puedo estar de acuerdo. Pero, entonces, no hay nada que alabar en su estilo. Porque es una condena. Y, en cualquier caso, un estilo sin artificio sigue siendo un estilo. Aunque se tiende a pensar que el estilo es el adorno recargado, arborescente, barroco. Azorín se presenta como lo contrario. Pero no es lo contrario. Es lo mismo, un estilo marcado y definido.
En ese aspecto, Azorín es un gran contemporáneo. Y en otros muchos, como, por ejemplo, en la indiferencia con la que trata la actualidad y la política. Parece que Azorín desprecia el periódico, que quiere cerrarlo para sentarse a escuchar. Como un hombre castellano, como un asceta melancólico en la puerta de su casa.
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Y, para terminar, en su tratamiento del yo. Azorín solo habla de sí mismo. Aunque se apoye en desdoblamientos, en seudónimos y en escisiones del ego. Todo ello tan contemporáneo. Lo llaman autoficción. Pero el gran tema de Azorín es él. Como en todos los grandes, vaya. Y, aunque le respeto, aunque le admiro y aunque le valoro como merece, no puedo evitar terminar todos sus textos con unas ganas inmensas de soltar una frase terriblemente larga –como pudiera ser esta misma– y desencorsetar la lengua y la mirada para que ambas corran de la mano por los campos yermos del corazón y sus marismas. Por caridad.
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