Flamenco
Jerez es una fiesta
crónica
El festival flamenco de esta tierra concluye una edición que vuelve a llenar la ciudad de cante, guitarra y, sobre todo, baile durante dos semanas
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Luis Ybarra
Las heridas de las fachadas quedan a la espalda cuando me subo al tren. Jerez tiene un barrio entero en cada esquina que se apaga tras mis talones. A cada hora, en realidad. En cada garganta encalada que al encenderse propone un nuevo juego. Me ... marcho de aquí con cien faroles prendidos. El Festival de Jerez tiene cuerpo de caucho, y al terminar cada jornada su programación principal busca rincones donde estirarse. Por bares, en peñas y tabancos, por mil esquinas, ocupando así hasta los bordes de su propio almanaque. A la cantidad de artistas y aficionados que conviven en la ciudad se suman los venidos a causa del evento. Y Jerez, estos días, es una fiesta. Con turistas que se agolpan en cursos de baile, militantes de lo jondo asiáticos que llenan auditorios de adoquines y tipos genuinos recién salidos de las líneas de un cuentista. Lo pintoresco es bandera en estos lares. No trato de acercarme a un patio de butacas, sino a la entraña y tripa del festival.
En el bar La Reja, centro neurálgico de ese otro circuito que se agita y mueve, a Ali de la Tota se le ha vuelto bulería un martinete a las cinco de la madrugada. Propios y anexos se suman al corro, ofreciendo el gesto amable de sus palmas. Efímeras o eternas, quién sabe, espontáneamente se han atado complejas amistades en cuestión de un par de letras. El camarero, al otro lado de la barra, ha obviado por un instante a los doce o trece que batallan por pedir para arrancarse sobre un compás certero: «Por ver a mi mare diera/un deíto de mi mano/el que más falta me hiciera». Jerez alberga una reserva natural de flamencos con la piel más curtida que rosada. Una reserva a la merced de sí misma, pues nadie más que ella la protege.
En la peña de la Bulería, a unos minutos a pie, que aquí todo está cerca, una mujer ha subido el porvenir a un escenario: está embarazada. Saira Malena, junto a Mateo Soleá y su padre, Antonio Malena, ha ofrecido un recital con dos generaciones de cante y una semilla de futuro. Se ha roto por bamberas con un niño que aún no tantea la cuna desde el vientre. Cantando hacia dentro, regando el alma del que viene.
Ha salido a bailar gente entre el público. A reír también cuando Mateo Soleá, tío de de la joven con el talle de la misma forma que el eco, bien orondo, ha celebrado el traje de lentejuelas plateadas de Saira con un sonoro «¡Ole mi niña! ¡Viva Hollywood!». Si la espontaneidad, como escribió Stendhal, anda relacionada con «la embriaguez del momento», de un vuelco nos hemos emborrachado todos de esta magia que parece saltar por la sangre.
Dentro y fuera de los teatros
Dos rostros tiene el festival: dentro y fuera de los teatros. En el Villamarta Israel Galván explora nuevos lenguajes con 'Seises'. No derriba ya muros, sino que campa por territorios nuevos. Radicalmente propios, además. Como la ensoñación de Patricia Guerrero en su 'Deliranza', la consolidación de lo que no puede explicarse por medio del verbo. En el templo barroco de la Compañía de Jesús, Manuel Valencia, al toque, ha distribuido los elementos de la tradición de tal forma que 'Las tres orillas', donde indaga por la guitarra de acompañamiento al cante, al baile y como solista, se arma como un espectáculo, no como un recital.
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Manuel es, sobre todo, dos cosas: virtuoso y clásico, una combinación del todo extraña en el panorama actual, por eso la soleá de inicio y el zapateado son dos vergeles. Por eso, también, el periodista Manuel Curao, con más festivales a la espalda que cualquiera por aquí, menudea para sí, por lo bajini, algunas de las falsetas. Ha vencido la música cuando mensaje y melodía, abrazados, sobrevuelan asuntos pendientes. Y David Carpio, con la voz por los principios, desparrama al lado de la sonanta una seguirilla que hace crujir dinteles: «Esa letra es de mi autoría. Cuando la grabamos en el estudio nos echamos a llorar», comenta Valencia unas horas después. «En el escenario, miré hacia abajo e hice lo posible por no romperme. Está dedicada a mi padre, que murió por covid: 'De la raíz del recuerdo, nace la inmortalidad…'».
De este lado del festival, no el artístico, sino el escénico, está también Alberto Sellés buscando destellos coreográficos desde la contención. Lucía Campillo, una bailaora muy desconocida, pues ha estado un tiempo alejada de los escenarios, ha hecho apología de la fragilidad en su lograda 'Un lucero'. La murciana, que trabajó con Antonio Gades y Carlos Saura, incluye en este estreno absoluto cierta dramaturgia, danza al ritmo del agua, poesía mística, humor y baile de mantón tras los acordes de 'Nacencia', así como parte del repertorio de Morente y El Lebrijano. El bailaor Rafael Ramírez, por su parte, pasó con sigilo con 'Entorno', en el que solo brilló la técnica.
Pero el Festival de Jerez tiene, como decía, múltiples vértices y dos rostros. El segundo, ese que sucede al galope fuera de los focos, refuerza al primero. Los bailaores Alfonso Losa y Vanesa Coloma, por ejemplo, son fijos discontinuos en los rituales de barra: «Por Navidad siempre nos regalamos Festival de Jerez, así podemos ver a los compañeros», dicen. Y viendo a los compañeros, en cada puerta, nos topamos con una persona singular.
A la entrada del teatro Villamarta, en la sala Compañía, en el museo de la Atalaya… Este hombre, de edad avanzada, vende discos en la previa de las actuaciones en espacios con capacidad, a veces, para unas doscientas personas. Ofrece álbumes de cante en el gran escaparate de la danza flamenca en el mundo. De Jesús Méndez, de Antonio Reyes… Nada de estrellas. Y, ya digo, les da salida. Se llama Juan. Según cuenta, los artistas se los dejan en depósito y a él, lo jura, se lo quitan de las manos. Así se ha convertido en uno de los iconos de este evento: ofertando a un público reducido la mercancía que los propios autores le dan. De lo más indie que he visto bajo esta tímida lluvia que lo empaña todo de misterio. Vender lo escaso de unos pocos para pocos que son menos todavía.
Cambiar al público
La cita, que concluyó este sábado 11 de marzo con María del Mar Moreno, hace tiempo que se ha consolidado en la agenda cultural de este país. Isamay Benavente, su directora, atiende llamadas desde un despacho en las oficinas del teatro Villamarta. Charla entre la dispersión: «Se ha inundado el departamento de Comunicación», dice, más abatida que preocupada. «Ayer se nos cayó una limpiadora por la escalera. Los imprevistos, con tanto equipo humano en tantos días, son más que habituales. Esto es un no parar de resolver cosas». El móvil deja de sonar cuando su memoria gira el cuello para contemplar algunas conquistas:
«Vine para dos años y llevo veintisiete», se muerde el labio inferior. «Hemos visto crecer estrellas en este viaje: Manuel Liñán, Olga Pericet… Recuerdo a Rocío Molina en la sala Compañía, muy pequeña, con una bata blanca y azul. De pronto un año decidimos programarla ya en el teatro Villamarta. La hemos acompañado en su proceso hacia el olimpo. Igual que a Estévez & Paños. Eran dos niños cuando vinieron con 'Muñecas' y nos dejaron con la boca abierta. Acabamos todos llorando. De dónde habían salido, nos preguntamos. Hoy tienen todos los premios y una obra consolidada, pero cuando hicieron aquel montaje el público no los conocía. Además, hemos cambiado la percepción del espectador local. Al principio, en una tierra como Jerez, lo disruptivo era también muy polémico: Israel Galván, por ejemplo. Hoy las diferentes estéticas, tradición y vanguardia, conviven entre sí. A nadie le sorprende ahora, pero este tipo de espectáculos no tenían cabida en Jerez hace unos años».
Tiene el papel lleno de ideas en tinta azul para la próxima edición. Nombres que no pueden desvelarse y borrones que aún menos. Proyectos. Isamay Benavente vive con el reloj en la nuca, así que la siguiente edición, antes de que haya terminado esta, acecha. Más allá de la ventana se agolpan murmullos por los bares entre charcos y copas de oloroso. Entre carcajadas, el gentío recibe el golpe de la muerte del guitarrista Niño Jero, leyenda local. No cambia lo festivo, sino que muda la piel: canjea el alborozo por otro color. «Ricos los gatos que no tienen dinero», escribió Hemingway. Pero es Jerez, la que hizo enloquecer a Lola Flores y a Fleming con aquella sentencia de que «la penicilina cura a los enfermos, pero el vino de aquí resucita los muertos», la que hoy es una fiesta.
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