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Resignado entonces a pagar por la segunda fiesta matrimonial o secuela nupcial de mi hija recién casada, no me quedó más remedio que negociar avariciosamente con ella

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Jaime Bayly

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Cuando nos retiramos del hotel en Nueva York, me enviaron por correo electrónico la cuenta de la suite que ocuparon mi esposa y nuestra hija adolescente, pero no la factura de la suite en que yo dormí a solas, roncando como un oso en invierno. ... Mientras esperábamos en el aeropuerto el vuelo de regreso a casa, le dije a mi esposa: Estos bobos del hotel me han cobrado tu suite, pero no la mía, qué maravilla, qué suerte tengo. Estaba ilusionado porque los abultados gastos en restaurantes, bares, peluquerías y masajes del hotel los había cargado a mi suite. Si por error los recepcionistas del hotel omitían cobrarme esa suite, ahorraría un dinero no menor. Soy tan tonto que pensaba: es un regalo de los dioses por haberme portado bien en la boda de mi hija, celebrada esos días de otoño en aquella ciudad. Una semana después, llamé a la tarjeta de crédito y pregunté por mis gastos recientes en Nueva York. Por supuesto, el hotel me había cobrado las dos suites, todo, incluyendo los banquetes y los saraos, las ostras y el caviar, la champaña y el vino, los peinados en forma de suflé y los masajes. Aunque estaba en pleno derecho de cobrarme por esos servicios correctamente prestados, yo sentí que el hotel había sido descomedido al cargarme una cuenta que, de pronto maravillado por mi buena fortuna, ya pensaba no pagar.

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