Los intelectuales. Un problema
1857. ¿Qué sucedía, en 1857, en España? Los literatos españoles, ¿no conocieron en ese año, o en los siguientes 'Madame Bovary', esa obra capital en el arte? Tenían el deber de conocerla
Gustavo Flaubert
Existe una particularidad, en la historia literaria moderna—la de Francia, la de España—, que nos hace reflexionar frecuentemente; el tema vale la pena de ser expuesto. En 1857 se produce en Francia un hecho capital; capital para las letras de ese país. Con una ... imagen, valiéndonos del estilo plástico, nosotros vemos ahora ése hecho del siguiente modo: un hombre alto, robusto, fornido, con ojos azules, grandes mostachos galos, caídos: un hombre que da impresión de fuerza y, al mismo tiempo, de candor, de adorable candor; tiene en la mano un libro; es el primer volumen de esa edición; el primer volumen de la tirada de una obra de éste hombre. Y este señor, en silencio, lo contempla; le da vueltas entre sus manos; lo torna a mirar; lo abre; lee con voz tañante, enfática, sonora, una página y... no puede contenerse. No puede reprimirse y exclama él mismo, con referencia a su propia obra, pensando en esta página suya que acaba de leer, en esta prosa minuciosa, exacta, lírica, de un lirismo, sobrio, contenido y profundo; exclama, él mismo, repito, ponderando esta prosa: Eunorme! Eunorme era la exclamación favorita de Gustavo Flaubert. El volumen que el gran novelista tiene ahora entre sus manos, es el primero de su novela Madame Bovary, que acaban de mandarle. Eunorme! Así es, en efecto; enorme es este libro. De una trascendencia profunda. Estamos en 1857. La publicación de esta novela, ya a tener una resonancia trascendental en toda la literatura francesa. ¿En la francesa nada más? En la de todos los países europeos. El romanticismo ha terminado; el romanticismo ha traído al arte el color y la observación de la realidad. Pero la realidad que nos ofrece el romanticismo está deformada, desfigurada, amplificada por la intervención abrumadora de la personalidad del artista. Precisa reducir a sus proporciones justas esa intervención del yo. Conservaremos, sí, el lirismo romántico; pero desparramado, disperso, infiltrado en los menudos y exactos detalles de la realidad... Y eso es Madame Bovary.
1857. ¿Qué sucedía, en 1857, en España? Los literatos españoles, ¿no conocieron en ese año, o en los siguientes, esa obra capital en el arte? Tenían el deber de conocerla. ¿De qué manera en un centro humano como París se puede publicar obra de tal magnitud y puede no ejercer esa obra influencia alguna en una literatura vecina? En España, en la época citada, no recordamos, como novelista saliente, más que a Fernán Caballero; pero existían periodistas, poetas, cuentistas, historiadores, y Madame Bovary es una lección para todos. Lección de estilo, de observación, de idealidad. Quien medite sobre este hecho, no podrá menos de hacer la siguiente reflexión: los hechos de un pueblo, de una nación, ejercen bien poca influencia, en las naciones vecinas. Los literatos se vanaglorian de ser los recogedores e intérpretes de la más moderna espiritualidad; pero ahí está ese hecho de la publicación de la novela de Flaubert en 1857, y ahí tenemos patente la realidad literaria española en ese año. ¿No podremos de ese caso inducir otros? ¿No nos será lícito pensar, por analogía, en el presente? Modernamente, en nuestros días, se han dado, en Europa, hechos significativos. El ejemplo de Taine—el pensador estos días celebrado a causa de su centenario—; el ejemplo de Taine, es tan significativo como el de Flaubert. Y más cercano a nosotros, si queremos hablar de escritores vivos, el caso de Paul Valéry podría servirnos también para la reflexión. Estos, dos escritores -y otros muchos que se podrían citar, de la misma Francia, de Inglaterra, de Alemania—: estos dos escritores representan el espíritu de serenidad, de equilibrio mental, de escrupulosidad; las mismas inapreciables excelencias que han puesto en su labor literaria, ellos las han puesto también en su vida social, diaria, privada.
No son ellos solos quienes se conducen así; con más o menos brillo, con mayor o menor lucimiento, todo un núcleo de escritores, poetas, novelistas, se impone a esas normas espirituales y trata de crearse—y se lo crea—un ambiente de civilidad de sociabilidad, de serenidad espiritual. ¡Y eso esté ahí, casi tocando, con la mano, en la nación vecina! Y, sin embargo, como en 1857, la publicación de Madame Bovary no tenía en España, entre los literatos españoles, ninguna resonancia, la vida de un Taine, de un Paul Valery, no la tiene tampoco ahora. Y dentro de cincuenta, de setenta años, -cuando alguien escriba un artículo análogo a éste, se podrá preguntar: Pero, ¿es posible que esos ejemplos vivientes e insignes de finura, de civilidad, de alteza mental, ejemplos dados desde lugar tan visible como París, no ejercieran influjo alguno entre los literatos españoles? ¿Tan denso, tan cerrado, tan tupido es el ambiente, el particular ambiente, de nuestros llamados intelectuales? Y, sin embargo, la realidad es ésa. No vemos paridad ni correspondencia entre la materia estética de un Flaubert, en 1857, y la materia estética de España, en ese mismo año; ni vemos correspondencia ni paridad entre el tacto, la penetración, la serenidad de un Taine o de un Valery, y la textura especial de la sociedad literaria española en la actualidad.
¿Cómo podremos, pues, atribuirnos nosotros, los literatos, superioridad sobre los demás, factores sociales? ¿Con qué argumentos podremos combatir el determinismo inexorable que establece, el equilibrio y la ecuación—sin salientes ni excepciones—entre todos los componentes del conjunto social? Se dirá que si la excepción no existe, existe, sí, la fe en la excepción. Y que esa fe—fe en su superioridad—la tienen, sobre los demás factores sociales, los literatos. Y esa es la salvación; ese es el recurso mental, psicológico, que puede salvarnos. Porque la fe es una fuerza enorme. Y sería problema a discutir, delicadísimo problema, problema trascendental, si en aras de esa fe, para no destruirla, para no amenguarla, se debe sacrificar la verdad, la verdad que veda toda censura, toda crítica, toda observación deprimente; o bien—deber supremo, deber humano, deber de hombres civilizados—debemos colocar la verdad, inflexiblemente, por encima de todo.
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