El fin del imperio austro-húngaro
Análisis
ALBERTO
RUIZ-GALLARDÓN
El cine español fue a pasearse al Callejón del Gato el día que Luis García Berlanga empezó a hacer películas. Gracias a él, el esperpento salta a las pantallas y hace buena la definición de Max Estrella: «El sentido trágico ... de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada». Y así, de la misma manera que Napoleón advirtió que una victoria observada de cerca se parece mucho a una derrota, Berlanga nos mostró cómo la normalidad de la convivencia nacional, vista en detalle, puede a veces asemejarse a un caos. Su mirada sagaz, capaz de sugerir matices cargados de sentido bajo el envoltorio de un bullicio engañoso, retrató genialmente toda una época. De la guerra incivil a la que se resisten los personajes de «La vaquilla», a la Transición democrática que el marqués de Leguineche no termina de entender en «Patrimonio Nacional», pasando por una posguerra que nunca fue tan jocosa como en «Bienvenido, Mr. Marshall», o el tardofranquismo cuasi anárquico de «La escopeta nacional», no quedó una hora significativa de nuestro pasado de la que Berlanga no se riera o con la que no nos hiciera reír.
Pero lo que de verdad nos mostró fueron las entretelas morales de nuestra sociedad. La denuncia buenhumorada y aún así desabrida de la hipocresía, la falta de carácter o el apego a las apariencias de «Plácido», «Esa pareja feliz» y «Los jueves, milagro», y se hace universal alegato contra la pena de muerte en «El verdugo». Su magisterio, en fin, se confirma en la habilidad con que supo convertir en sonrisas los sueños frustrados de una España desangrada y, a pesar de las apariencias, todavía herida. Aunque más allá de esa circunstancia, somos muchos los que creemos que berlanguiano es palabra digna de ser incluida en el diccionario, como homenaje duradero a una forma de ver la vida en la que lo grotesco no es un fin, sino un camino hacia la lucidez. Como él hubiera dicho, y con independencia de lo que afirmen los libros de historia, su muerte constituye el verdadero fin del Imperio Austrohúngaro.
ALBERTO RUIZ-GALLARDÓN ES ALCALDE DE MADRID
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