El histérico: vivir en el fin del mundo
Vaya Fauna (VI)
Histérico es el que va a una primera cita a hablar de política porque ya no sabe hablar de otra cosa
El veraneante: mi reino por una sillita de playa
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Iniciar sesiónComo vivimos en un estado de excepción permanente, cada vez más ciudadanos han involucionado en histéricos, y han abandonado aquella sana distancia en la que uno puede mirar la actualidad sin perder su presente: es la misma distancia a la que el fuego calienta, pero ... no quema, y la que separa el escepticismo de la conspiranoia, y el placer de la adicción. El histérico, o histérica, puede ser tu cuñado, que no para de compartir en el grupo familiar vídeos de Sánchez contradiciéndose a sí mismo, bajo el lema de «España se hunde» o «el futuro es Venezuela», pero también puedes ser tú gritando para desmentir un bulo peligrosísimo sobre la temperatura del verano que ha citado tu madre en una comida con tus tíos, que están con ella. El histérico es el periodista que escribe sobre la desconexión cuando se mete jornadas laborales de catorce horas al día y al llegar a casa revisa las notificaciones de los principales periódicos europeos, como si el devenir de la Unión dependiera de su conocimiento sobre las elecciones presidenciales en Rumanía, y también el veinteañero que tiene ecoansiedad y ya solo sabe invertir su tiempo libre en TikTok, una tecnología de la que aún desconoce su huella de carbono, pero que le permite quemar las horas para no pensar tanto en el apocalipsis. El histérico es el padre que se preocupa porque su hijo no levanta la vista del móvil pero que no recuerda cuándo fue la última vez que abrió un libro, ni cuándo lo llevó al cine, ni al fútbol, y que ya solo se informa con los shorts de Youtube que comparte con los colegas del bar: usa más el móvil él, pero a él no tiene quien le eche la bronca. Histérico es el que ha dejado de escuchar música para entregarse a los pódcast, y también el que cuando se aburre en casa acaba viendo en bucle las mejores intervenciones de María Jesús Montero para enfadarse, y la que hace lo mismo con Ayuso o con Javi Poves, y con tantos otros y otras que viven mejor que él o ella. Histérico es el que va a una primera cita a hablar de política. Pero es que ya no sabe hablar de otra cosa.
El histérico, quiero decir, hace tiempo que abandonó las sesenta pulsaciones por minuto para surfear la ola del vértigo desde el sofá: vive en el fin del mundo permanente, y eso le encanta, por eso en vacaciones aprovecha para aumentar sus horas de móvil, aunque echa de menos a sus tertulianos y agitadores de referencia, que están en la playa, ellos sí, descansando, lejos del ruido. Ya solo se concentra cuando alguien le grita y gesticula muy exageradamente, y le pierden los titulares con mayúsculas, y la palabra engaño, y los misterios. Todos tenemos algo de ellos, porque la histeria habita dentro de nosotros como un dragón dormido y se despierta a través de un algoritmo escrito por alguien que hace mucho tiempo entendió que el enfado es más rentable que la alegría. Pero lo triste es que hay quien se dedica a esto a tiempo completo, porque nunca entendieron la gracia de George Bernad Shaw: «Por lo visto, los periódicos no son capaces de distinguir un accidente de bicicleta del hundimiento de una civilización». Ni la de Baudelaire: «Todo periódico, de la primera a la última línea, no es más que un tejido de horrores, guerras, crímenes, robos, impudicias, torturas, delitos de príncipes, delitos de las naciones, delitos de particulares, una borrachera de atrocidad universal. Y es ese desagradable aperitivo con el que el hombre civilizado acompaña su desayuno cada mañana».
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