El Grúfalo y Axel Scheffler, una historia de éxito en la literatura infantil
A punto de cumplir 25 años, ABC habla con el ilustrador de uno de los monstruos más queridos con los niños, que creó junto a Julia Donaldson
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Iniciar sesiónEl rostro del ilustrador Axel Scheffler (Hamburgo, 1957) no refleja ni un ápice de estrés o cansancio tras una ajetreada jornada repleta de encuentros con escolares en Madrid. Al contrario, se atisba que lo ha pasado bien y que le gusta observar a los ... pequeños cuando interactúan con el Grúfalo, la criatura que creó junto a Julia Donaldson en 1999, cuya historia, que en España edita Bruño, ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo y ha sido adaptada en West End y Broadway, al cine (con un corto nominado a un Oscar y a un Bafta) e incluso a la ópera.«Ahora están preparando un ballet», añade orgulloso el dibujante que también visita la Feria del Libro para encontrarse con sus lectores.
A pesar de que no es su personaje favorito («prefiero los más fantásticos, los de la editorial Juventud, y me gustan mucho Bill y Janet», confiesa), Scheffler es consciente de que el Grúfalo es el que despierta más pasiones de entre todos los que han salido de sus rotuladores. Por eso incluye un dibujo suyo en muchos de sus libros. Y por eso se presta a diseccionar hasta el más mínimo detalle de cómo llegó a sus manos y cómo fue creado.
Un editor de McMillan le hizo llegar el texto de Donaldson. La escritora describe gran parte de su físico a lo largo de la historia (afilados colmillos, púas moradas, rodillas arrugadas, verrugas venenosas, ojos naranjas…), pero él enseguida imaginó que tenía cola y era peludo, dos características que no aparecían. «Hice una asociación entre grúfalo y búfalo, porque son muy similares fonéticamente, e inmediatamente pensé en que iba a ser peludo e iba a tener cola; en algo como bovino», relata a ABC. Bonachón y simpático, a pesar de su aparente fiereza, el monstruo no guarda relación con Scheffler. «No, no viviría en lo profundo de un bosque ni comería ratones», afirma entre risas. ¿Y algo del otro protagonista, el ratón? «Tampoco, es demasiado inteligente y tiene una inventiva de la que yo carezco. Tampoco soy tan pequeño. Aunque tendré que pensar un poco más sobre ello», responde sonriendo.
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Tras el éxito cosechado por el Grúfalo, Donaldson y Scheffler se han convertido en una de las parejas más celebradas en la literatura infantil, pero nunca han trabajado juntos. Desde que publicaran su primer libro en 1993, repiten el mismo proceso: ella le envía el texto al editor que, a su vez, se lo remite al ilustrador y, si lo acepta, comienza con los bocetos. «En otras ocasiones hay una colaboración autor-ilustrador, son amigos o están casados, pero este no es el caso», contesta socarronamente. «Me gusta esta forma de trabajar. Cada uno hace su parte. Yo no corrijo los textos de Julia y ella no toca nada de mis ilustraciones. Y siempre ha ido bien. Así que no tenemos por qué cambiarla».
El estilo de Scheffler, brillante y optimista («a los niños hay que darles una sensación positiva sobre el mundo, ya descubriran lo horrible que es después) rivaliza en fama en el Reino Unido con el del gran Quentin Blake, aunque él declina la comparación. «Somos dos ilustradores muy populares, pero nuestro trabajo es muy diferente. Él es más de 25 años mayor que yo, así que pertenece a una generación distinta».
Los dibujos de Blake también están indisolublemente unidos a los cuentos de Roald Dahl. Con respecto a la polémica que ha rodeado su reescritura para adaptarlos a los rigores de los lectores de sensibilidad, el ilustrador tiene una respuesta contundente. «Toda la literatura es un producto de una época. Mark Twain es un ejemplo famoso. En aquellos tiempos, la gente empleaba esas palabras, era su forma de hablar y ahora no puedes censurarla. Pero, por supuesto, los niños deben tener en cuenta que vivimos en una época diferente y tenemos que tener más respeto. Lo que sí que se puede hacer es que a los padres o educadores hagan una anotación aparte sobre vocabulario o temas más espinosos para poderlos abordar de otra manera. Es un camino muy peligroso porque no sabes dónde se detendrá. Por ejemplo, si no pones un límite, acabas tocando las piezas de Shakespeare o las pinturas de Goya. No se debe entrar en alterar una obra de arte».
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