flamenco
Fosforito: «Phillips era un cuartillo cuando llego yo en 1956»
música
El veterano cantaor, quinta Llave de Oro al Cante y Medalla al Mérito en las Bellas Artes, ha participado en la Bienal de Flamenco de Málaga en el ciclo 'Cositas que nadie sabe'
Chocolate, el genio de la botella
Luis Ybarra
Málaga
Tiene la voz hecha trizas, pero la memoria sin tachones. Recuerda, por ejemplo, el número de la calle en que vivía el guitarrista Manolo de Huelva en la Alameda de Hércules sevillana en los años 50: «Oviedo número 4». Con claridad diáfana se le vienen ... tabernas de niñez y de posguerra. También tardes de mili gaditana. Lo tiene todo en sus recuerdos: cantes, letras, empedrados, vivencias, como aquella de la primera vez en Japón, en los 70, cuando un nipón de bronce se le presentó como El Chocolate de Tokio. Fosforito es la figura mayor del cante. Una fuente que habla de Manuel Vallejo, Pastora y Tomás Pavón porque de veras anduvo con ellos, sus amigos. Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, certifica con su paso por la Bienal de Málaga que no es un referente, sino la perfecta atalaya desde la que narrar los últimos 90 años de historia de esta cultura. Ningún cantaor de su generación de esta envergadura vive hoy para contarlo. A solas camina, por tanto, entre fantasmas y leyendas.
El ciclo 'Cositas que nadie sabe' del Centro Cultural La Malagueta, en el que participó en mi compañía el pasado lunes, tiene por objetivo descubrir más allá de lo que aparece en la Wikipedia. El crítico Luis Clemente también ha conversado sobre este escenario, mientras que los siguientes serán el guitarrista Víctor Monje Serranito, el 15 de mayo; y la bailaora Merche Esmeralda, el 22 del mismo mes.
Antonio Fernández Díaz, que así se llama, consiguió muchos logros insólitos. Nació en Puente Genil en 1932, se dedicó desde niño al oficio de cantar y durante su período en el servicio militar perdió la voz. Drama, evidentemente. Escuchando a los intérpretes de la bahía, como Aurelio Sellés y El Peste, una afección en la garganta a causa de una anemia lo dejó tocando la guitarra:
«Al Peste lo llamaban así, por cierto, por lo limpio que era. Entraba en todos sitios tapándose la boca: 'Ui, qué peste huele aquí'. Y sí, perdí la voz y el dinero. Cantando por seguirillas en el Pay Pay sentí que me corrió la sangre por dentro: era una hernia del estómago de la que habían operado en el hospital militar, que me reventó. Perdí sangre, me alimentaba mal, dormía poco… y cogí una anemia. Entonces me fui a mi pueblo. Los aficionados de allí no querían que se perdiera el artista que ellos vieron en mí. Aprobaron en pleno en el ayuntamiento comprarme una guitarra y ponerme un profesor. Me enseñaron, yo la tocaba y me buscaba el sonido de la garganta, apuntando el cante…, pero no podía. No me salía. Por eso fue una sorpresa que me presentara en 1956 al Concurso Nacional de Córdoba y ganara el premio absoluto. Es decir, en las cuatro categorías, haciendo 16 cantes. Eso me cambió la vida».
Del cadmio derramado al éxito vocal, pues de aquel certámen incipiente salió el icono por el que cantaores como Pepe de Lucía, según ha confesado el hermano de Paco, decidieron dedicarse a esto. Fue el ídolo de una generación dorada. Fosforito triunfa en los tablaos de Madrid y del mundo. Crea una compañía y gira con ella. Arrasa con las tripas por los aires en los festivales, volviendo loca la bambera y meciendo como nunca la soleá apolá. Ficha por Phillips, y graba con este sello sus primeros epés: «Phillips era un cuartillo cuando llego yo en 1956, cuando empezaba el microsurco. Grabé con el guitarrista Vargas Araceli letras de mi propia autoría. Me pusieron una página en blanco para que escribiera las letras. Yo ya tenía muchas estrofas, porque siempre me ha gustado escribir. Y así empieza mi discografía, después llegarían las guitarras de Juan Habichuela, la compañía Belter y tantos otros hitos». A la pregunta de cómo hace eso de escribir responde un lacónico «con lápiz», que en la sencillez está también el cimiento de su arte.
«Mi proceso creativo siempre ha sido natural. He creado porque fui incapaz de copiar a Caracol, Mairena o Vallejo. Cada voz es única. Me gustaba, por ejemplo, la soleá de Aurelio Sellés. Se la cogí, pero el cómo hacer esa soleá ya lo puse yo. El cante no es jondo, son los cantaores. La copia no vale nada y lo único que importa es la expresión. Escuchar tu ritmo interno. Saber lo que te pide la música, ese discurso del alma. No hay más, y es tan difícil…».
La quinta Llave de Oro al Cante que recibió en 2005 reconoce su maestría. Hay en Fosforito, sin embargo, una creatividad no demasiado identificada que sienta, en parte, algunas de las bases del flamenco contemporáneo. El remate de la petenera que se interpreta hoy no es de la Niña de los Peines ni de Niño Medina, sino suyo. A partir del folclore pontanés y de un fandango del Niño de Cabra creó el llamado zángano de Puente Genil, que podría llevar su apellido. Armonizó una misa flamenca, construyó una forma nueva de soleá con un amplísimo arco melódico y dejó un sinfín de detalles personales en palos como la bambera, la farruca y las cantiñas. Es decir, fue artífice de su propio sello, pero tuvo el ingenio de modificar además arquitectura musical. También de apostar por nuevos talentos:
«En un espectáculo de Juan Valderrama, Ramón de Algeciras me dijo que tenía que escuchar a su hermano pequeño. Paco de Lucía era un fiera, tenía la mano caliente, salía y ya estaba como un león, pero se estaba formando todavía y no lo conocía nadie. Yo lo llevaba conmigo, porque era de la escuela de Niño Ricardo, pero se escapaba de eso. Vivía en la calle Estación número 17, en Madrid. Tendría unos 17 años cuando me lo presentaron. Después, entre 1969 y 1974, grabamos toda una antología. Es curioso, porque yo era un joven, más o menos, con bastante recorrido, y él un niño. Un niño que era un genio y que ya dejaba a la gente sorprendida en los teatros. Él se comía la guitarra y el público se lo comía a él».
Fosforito ganó el respeto de gitanos y no gitanos. Cantó en solitario y para el baile de Manuela Vargas o María Rosa, entre tantas. Rodó películas y se casó pese a las reticencias que causaba un flamenco en aquella época. Todavía, varias décadas después de su retirada, le llevan álbumes a las puertas de sus conferencias para que los firme. «Reliquias», ríe él. Testigo y parte de un tiempo que se fue, su discurso es la única muestra de que aún no se ha ido. Tiene la sed de la verdad de la que hablaba María Zambrano, a quien cita. La voz hecha trizas y un rosario de certezas intactas entre los escombros.
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