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Estocolmo y Vargas Llosa

El escritor y colaborador de ABC rememora los dos viajes a la capital sueca que compartió con el premio Nobel (uno en 1978 y otro en 2006),a los que se sumará el tercero, queambos vivirán la próxima semana

POR J. J. ARMAS MARCELO

Los viejos académicos suecos y sus asesores suelen aconsejar a los escritores aspirantes al Nobel que visiten Estocolmo lo menos posible.

Vargas Llosa no se ha prodigado mucho por las tierras nórdicas. La primera vez que lo vi en Estocolmo, en junio de 1978, asistíamos una delegación del Pen español al Congreso del Pen Club Internacional, que el propio Vargas Llosa presidía. Leopoldo Azancot, José Esteban Ángel González, José Luis Cano, Caballero Bonald y yo mismo formábamos la jarca que pretendía «legalizar» la lengua española como lengua internacional del PEN. Caballero Bonald, en un inolvidable francés de la Baja Andalucía, tirando más bien a argelino, arengó a los escritores asistentes hablándoles de la importancia del español. Vargas Llosa apoyó «la moción», pero ante el asombro del pleno de tal Congreso se levantó el presidente del Pen catalán, el crítico y profesor Palau y Fabre, e impidió —llamando al español «la lengua del Imperio»— que, al menos, en aquella reunión la lengua española fuera declarada oficial.

Vargas Llosa estaba desolado. Y José Luis Cano también: dormía en una habitación del Malmöe Hotel con Leopoldo Azancot, que roncaba toda la noche como una orquesta de cámara dirigida por gentes que no saben nada de música. Pepe Esteban, misericordioso, se atrevió a pedirle a Vargas Llosa «otra habitación» para Cano, pero el peruano le contestó con dureza: «¡Pero, Pepe, con todos los líos políticos que hay aquí y tú me pides una cama para José Luis porque Leopoldo ronca!». Era sol de medianoche y, en las horas muertas, los escritores españoles nos dedicamos al escarceo sueco con muy malos resultados. Caballero Bonald escribió un poema sobre los clochards hiperbóreos que es uno de los mejores de su libro Laberinto de Fortuna .

Una cena desastrosa

Artur Lundkvist invitó a la delegación española a cenar a su casa. Yo fui vetado por informes policíacos que Jorge Justo Padrón había levantado contra mí. «Lo sabía», les dije a mis compañeros de viaje, «para ese tipo yo maté a Kennedy». Me contaron que la cena en casa del académico sueco fue un desastre (una anchoa y una lechuga) y que después el anfitrión se dedicó a preguntarles por los hipotéticos Nobel de lengua española. Mario Vargas Llosa no estaba entre los candidatos. Las sesiones del Congreso eran muy pesadas y a nosotros se nos acabó el dinero cerveza a cerveza. El primer secretario de nuestra embajada, un petimetre, nos dijo que lo que podía hacer «inmediatamente es repatriaros». Algunos conteníamos la risa. Llegó después para nosotros un dinero del Ministerio de Cultura de España y volvimos a divertirnos. Ángel González y Pepe Esteban pasaron una noche entera bailando con unas impedidas sentadas en sus sillas de ruedas que giraban enloquecidamente ante el asombro castizo de los españoles. Otra noche, el mismo Esteban se pasó horas enteras de pie en un chiringuito hablando con un pescador finlandés que no hablaba ni una palabra fuera de su propia lengua. Le pregunté a Esteban que en qué lengua hablaron tanto tiempo y el editor me contestó con su reconocida sabiduría dipsómana: «La lengua de los borrachos es internacional». Ángel González, en una sesión del congreso, homenajeó a la catalana Marta Pessarrodona, dedicándole un pasodoble inolvidable: «Passa Rodona, passa con garbo, passa con garbo, etc» Mientras, Vargas Llosa hacía declaraciones a la prensa y, en un café mano a mano, me confesó su miedo. «Van a creer que estoy haciendo lobby con los españoles». El último día vimos una exposición del siciliano Guttuso y nos volvimos a Madrid con las manos vacías.

No volví a Estocolmo hasta el año 2006, otra vez con Vargas Llosa como excusa. Gaspar Cano, con muy buen tino, ideó un Congreso Vargas Llosa, con la presencia del escritor, de sus traductores al sueco, Landelius, y al francés Benssusam, y algunos otros escritores y profesores: Roy Bolland (Australia), Fernando Iwasaki, Efraín Kristal (California), Nuria Amat y yo mismo, entre otros muchos. La reunión fue un éxito. En el paraninfo de la Facultad de Letras, lleno hasta más arriba de la bandera, Vargas Llosa se enfrentó verbal y dialécticamente durante más de una hora a algunos miembros de Sendero Luminoso, «exiliados» en Estocolmo. Cuando le echaron en cara que no se preocupaba de sus asuntos políticos (los de Sendero), Vargas Llosa se levantó de su asiento y, con una dureza implacable, gritó: «¿Cómo que no? ¡Léanme, léanme!». Otra día, fue el primer escritor que, en un coloquio con Peter Landelius, habló en español en la Casa Nacional de la Cultura Sueca.

Fue otro éxito. Los grandes rotativos de Estocolmo reclamaban a cinco columnas, y en titulares imposibles de soslayar, el Nobel para Vargas Llosa, «un gigante de la narrativa mundial». «Van a creer que estamos haciendo lobby», volvió a repetirme en un aparte un temeroso Vargas Llosa. Y, claro, lo estábamos haciendo. Estábamos ayudando a que los viejos académicos suecos repararan su error. Gaspar Cano estaba eufórico. El embajador Garrigues nos convocó a una comida a la que también asistieron bastantes suecos académicos. Hubo un paseo en barco por las islas, con cena incorporada, a la que vinieron también algunos académicos y el entonces ministro de cultura sueco. «Creo que los hemos convencido», le dije a Mario Vargas Llosa durante otra cena en La Veranda, el restaurante del Grand Hotel. Mi amigo el escritor peruano hizo un gesto de escepticismo.

Tercer viaje

Estoy en Estocolmo por tercera vez: diciembre de 2010, cuatro años más tarde de mis predicciones. Vargas Llosa es Premio Nobel de Literatura. Para este viaje me hospedo en un hotel al frente del Grand Hotel, donde viven estos días los Nobel. Y tengo reservada una mesa de honor en un local de la Ganla Stan (la Ciudad Vieja), el Gyllene Freden, el restaurante de los académicos suecos, donde los Vargas Llosa almorzaron el domingo pasado. También reservé en el Ópera. Viajo con mi mujer y Carlos y Eva Boix (ella es primera secretaria de la Embajada sueca en Madrid) y asistiremos a la recepción a Vargas Llosa de la Fundación Nobel y a la cena con la que el Estado peruano homenajea a Vargas Llosa y a sus invitados. No asistiré en directo al discurso del novelista, pero su lectura no deja lugar a dudas: es el mismo novelista que, a mediados de la década del 60, cuando le otorgaron el Rómulo Gallegos gritó que la literatura era fuego, que era una vocación exclusiva y excluyente; el mismo que antepone la libertad, individual y colectiva, a cualquier otro procedimiento político; el mismo que dijo que la literatura y la libertad se encuentran en el camino porque son un fin en sí mismas y no un medio; el mismo novelista que no ha hecho otra cosa en su vida más que escribir, incordiar, demostrar su libertad frente a tirios, troyanos, contemporáneos y académicos suecos; el mismo novelista generoso con sus amigos, sobre todo con los viejos amigos, y justo con los adversarios políticos o literarios.

Tampoco he querido asistir como invitado al acto oficial de la entrega del Nobel a Vargas Llosa. Me quedaré viéndolo por televisión y en directo con mi mujer y los Boix, con una botella de Akuavit bien fría y unos tabacos Edmundo de Montecristo. Y, desde Estocolmo, saltaré también invitado hasta Lima, para estar en el gran recibimiento que el Perú entero le dará oficialmente a Vargas Llosa. Dicen (y yo lo mantengo) que la literatura es una vendetta. ¡Bendita vendetta! A la vuelta del Perú, les contaré todo.

ESTOCOLMO

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