Rafael VI el descreído
Azcona era el guionista que todo director quería y todo actor necesitó. Hacía guiones porque le eran más fáciles que las novelas
Lector, escritor y guionista: el mapa literario de Rafael Azcona
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Iniciar sesiónFue Azcona un hombre bajito que nunca se tragó nada, ni de sí mismo ni de los otros, un logroñés escéptico que, en su reinado, nunca quiso ser primero ni segundo, sino tercero y aun sexto, un hombre de sombra luminosa escondido tras el ... aspaviento de cualquiera, fuera genial o no.
Mingote tuvo a bien adoptarlo en su desembarco en Madrid, como se adopta a un hermanito que aún no sabe que está allí para mejorar la familia. Le enseñó cuanto hay que enseñarle a un recién llegado: los cafés. El Varela y el Principal sobre todos, en los que con gusto habría plantado una tienda de campaña de no haber sabido que molestaría, algo que hacía mejor con la pluma que con el gesto. Eran los años de las palabras, cuando cualquiera era amigo de cualquiera y se podía hablar sin señalar, antes de las tribus, las zanjas, las cédulas de integridad y el enfado, que entonces se reservaba a la pobreza, la del país y la del espíritu, nunca la de las ganas, que los toreros menesterosos desafiaban al burlar la luna -y al guardés- en busca de una oportunidad furtiva. Furtivo fue también, por elección, su manejo del oficio, que tiraba a anónimo, para él, más que adjetivo, un lugar confortable donde vivir con el autor del Lazarillo, que con cuatro siglos de adelanto contó la España de los cincuenta, y del que tanto bebió.
Azcona -poeta como Quevedo y sastre como su padre- fue el Sancho de muchos: de Berlanga casi siempre en inesperado desposorio riojano-levantino, cepa y mata, de Ferreri tantas veces (Azcona era tan español que parecía italiano), de Saura algunas, de Trueba, de García Sánchez… retorciendo el colmillo de quien ya lo llevaba torcido y torciendo por vez primera el del que no. Fue, por tanto, también Quijote, enfrentado con su lanza pequeñita a los curas y a los funcionarios, a las damas ricas y a los comandantes. A los parientes en general. Azcona iba al cine a las cuatro con su señora, se saltaba los estrenos, esquivaba los rodajes, se salía de las fotos. Azcona era el guionista que todo director quería y todo actor necesitó. Decía que hacía guiones porque le eran más fáciles que las novelas, y luego se hacía una y reclamaba para Woody Allen el Nobel de Literatura (para él no pedía nada). Cuanto peor estaba el mundo, mejor escribía él, como si se nutriera de las mismas carencias que combatía y de las que abominó, sin perder la sonrisa de hombre bueno ni los ojos de topo ni las chaquetas de párroco ni el estilete feroz.
De él es la ignominia más lúcida que nadie ha vertido sobre la crítica: «Los críticos son críticos frustrados», dijo. Y, si Azcona dice algo, no queda más que callar.
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