el animal singular
El milagro público
Hoy en día, con tanto ruido digital y banalidad, quizás, como John Cage practicando el silencio, el mayor gesto sea ser quien se calla, por una vez
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Iniciar sesiónEn 2010, cuando lo entrevisté en Caracas, Ricardo Piglia me contó una anécdota. Sucedió en 1978. Él había ido a visitar a una de las madres en la Plaza de Mayo, a quien le habían asesinado dos hijos. La señora, me contó Piglia, discutía ... con el televisor. «Yo cuando escucho la televisión le contesto, porque dicen tantas mentiras, tantas cosas (…) Yo le pido a dios que me dé un minuto en la televisión. Y yo ensayo lo que puedo decir en ese minuto», dijo la señora, me contó Piglia. Yo entonces, quizás para impresionarlo, comparé esa situación con ‘El milagro secreto’, de Borges.
Estas semanas he estado recordando esa entrevista, asombrado, entre otras cosas, por el paso del tiempo. El año que viene se cumplirán 50 años del golpe de estado de Videla en Argentina, que dio pie a una de las dictaduras más feroces y sanguinarias de la segunda mitad del siglo XX, dejando un saldo de miles de detenidos, torturados y desaparecidos. Heridas que todavía no han cicatrizado y puede que nunca lo hagan.
Tiempo suficiente para que esa misma Asociación de Madres de Plaza de Mayo, que jugó un papel tan importante en la denuncia de las atrocidades sufridas en su país, terminara convertida en una caricatura muy parecida a sus antiguos enemigos. Pues estas «madres» han reiterado en varias ocasiones su apoyo a Nicolás Maduro, cuya dictadura ha dejado a miles de madres venezolanas sin sus hijos.
Hoy prácticamente cualquier persona puede entrevistarse a sí misma, y no solo durante un minuto, para decir su verdad
Muy distintas son también las circunstancias mediáticas. La llegada de internet, los teléfonos inteligentes y las redes sociales, ha cumplido con creces el sueño de la madre de la anécdota de Piglia, pues hoy prácticamente cualquier persona puede entrevistarse a sí misma, y no solo durante un minuto, para decir su verdad. Aunque la censura persiste, y eso lo saben bien los venezolanos, los cubanos y los nicaragüenses, para referirnos solo a América Latina.
No obstante, es cierto que el problema no sería tanto cómo hacer para que se registre y difunda un mensaje, sino cómo lograr que este sobreviva así sea por unas horas a la avalancha ininterrumpida de noticias, denuncias, testimonios, entrevistas, posts, 'reels', historias, memes, que saturan y torpedean nuestra cada vez más limitada capacidad de atención.
Es tanto el ruido que, salvando las distancias temporales y vivenciales que me separan de aquella indignada madre de la Plaza de Mayo de 1978, me he sorprendido a mí mismo fantaseando con qué haría si, en uno de los frecuentes eventos literarios en los que me toca participar, alguien me pidiera mi opinión sobre el actual conflicto entre Israel y Palestina.
En parte, me inquieta esa posibilidad. Y, por otra parte, me acicatea el deseo, también vanidoso, a su manera, de no decir absolutamente nada. De quedarme callado. Y entonces, ahora paso algunos momentos del día practicando mi silencio, como si fuera John Cage. Un silencio que ni siquiera tendría que durar 4 minutos y 33 segundos. Me bastaría con un minuto para dejar boquiabierto a mi público ante semejante milagro público: un escritor que se niega a usufructuar el dolor ajeno con su opinión. Ser quien se calla, al menos por una vez.
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