A la Contra
La voladura de la raya de la ficción
Aparece muerto a balazos en Villajoyosa y resulta ser un piloto desertor del ejército ruso. No es el inicio de un relato de Le Carré, lo inquietante es que nuestra realidad se parezca a la novela
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Dijo que se llamaba Ihor (con h, no con g) y ella supo que mentía. Pero su trabajo no consistía en certificar identidades sino en alquilar apartamentos vacacionales de corta estancia. El concepto 'fuera de temporada' es difuso en la Costa Blanca, bendito cambio climático ... , así que un forastero rubio y robusto buscando el sol en enero no era una anomalía reseñable. Sí lo era, sin embargo, tener que identificar su cuerpo ahora, semanas después, sin pulso y con media docena de balazos, tendido en la rampa del garaje.
«Es él» dijo displicente la misma pelirroja cuarentona que le había recibido el día del 'check-in'. «Se llamaba Ihor» añadió masticando chicle, «con h, no con g» aunque sabía que era mentira. Pero su trabajo era alquilar apartamentos, no reconocer a mentirosos ni cadáveres, y a punto estuvo de escupir el chicle entre la punta de su zapato de tacón de aguja y la mancha de sangre sobre el asfalto inclinado. Pensó en ajustes de cuentas y en infidelidades mientras observaba la dichosa mancha roja y el agente miraba su escote.
Ni de lejos pensó en pilotos desertores, servicios de inteligencia militar o sentencias de muerte anunciadas. Rusia y Ucrania quedan muy lejos de la Marina Baja y su colorida fachada marítima. Pero igual que el aleteo de una mariposa en Brasil desencadena un tornado en Texas, si el jefe del Servicio de Espionaje Exterior de Rusia dice «este traidor y criminal se convirtió en un cadáver moral en el momento en que planeó su sucio y terrible crimen» a 2.800 km, en una urbanización de la costa alicantina, aparece muerto un turista que no era quien decía ser.
Alguien dijo que las novelas de espías son suspense y misterio más acción y política. Y quizá sea esa vertiente política justo la que la diferencia de la novela negra y de la policíaca con las que comparte raíces, y que entronca inevitablemente con la historia, ese salto al ámbito colectivo, la que hace que, ante una buena novela de espías, nos sintamos irremediablemente fascinados. Esa verosimilitud que sella el pacto de caballeros establecido con el autor al abrir la primera página, ese «te voy a creer, voy a tomarme todo esto en serio», y que incluye un «no me falles» quedo, es el que nos engancha y nos vuelve fieles a nuestros autores preferidos, a las grandes historias de John le Carré, John Grisham, Ian Fleming, John Buchan, Alekxandr Solzhenitsyn o Dusco Popov.
Para nuestros espías no hay límites. Ni morales, ni legales, ni sociales
El lector se permite disfrutar de un 'todo vale' sin condiciones ni filtros, abandonado a sensaciones (el miedo, la curiosidad, la rabia) que no nos permitimos en la vida real cuando tienen ciertas implicaciones. El psicólogo Coltan Scrivner, investigador en la Universidad de Chicago, lo asocia a lo que él llama 'curiosidad morbosa' y que desencadena un mecanismo similar al empleado por los animales al observar a sus depredadores. Como las presas deben evitarlos para sobrevivir, necesitan saber de ellos y sus costumbres. Y lo más seguro es observarlos cuando no están cazando. En los seres humanos, disfrutar leyendo novelas como las de espionaje, activa en nuestro cerebro algo parecido a lo que sienten las presas en ese momento: estamos aprendiendo de nuestro depredador natural sin exponernos al peligro.
A eso añadimos que para nuestros espías no hay límites. Ni morales, ni legales, ni sociales. Y de esa impunidad disfrutamos también nosotros, al menos mientras dura el relato. Podemos alegrarnos sin remordimientos del ajusticiamiento salvaje y sin garantías procesales de un padre de familia, o celebrar estrepitosamente el atropello de una ancianita por una autobús de línea (el 27) si la ancianita, desalmado agente doble, lo merece. Y lo merece. Siempre hay una causa superior que justifica que ese acto merezca nuestra bendición. Con la tranquilidad que da saber que al girar la última página volveremos a una confortable realidad, la nuestra, en la que no acechan esos peligros, no son necesarias esas acciones y nuestra moralidad se mantiene intacta. Volvemos a ser ciudadanos honorables tras la incursión gozosa.
El escritor, poseedor de la capa de invisibilidad de la ficción, puede permitirse contarnos todo aquello que sabe y debería callar, sin comprometerse. El artefacto le arropa con sus bondades. ¿Dónde empieza la ficción y dónde acaba la realidad? ¿Cuánto tiene de cierto y cuanto de inventado? ¿Cuánto de pura coincidencia? Como si nos hablara de ovnis, o antes sobre la Segunda Guerra Mundial, nos podría hablar hoy de Putin. De vínculos y conexiones, alianzas y estrategias, planes para desestabilizar democracias europeas. De 'fake news' y ciberataques. De novichok y polonio. Lo mismo muere un opositor en una remota prisión del Ártico que un periodista desafecto en una cárcel de Bielorrusia. No es la página 12, tercer párrafo, que podamos girar sin más y prepararnos un café con leche (probablemente sabrá raro).
Nada es lo que parece
Si John le Carré estuviese disfrutando estos días de una ociosa jubilación en la costa alicantina, como muchos de sus compatriotas, en lugar de durmiendo el sueño eterno, la prensa local le habría regalado la idea para una nueva novela. Un turista extranjero aparece muerto en una urbanización discreta de la costa y resulta ser un piloto desertor del ejército ruso. ¿Cómo han podido actuar impunemente en nuestro país sus sicarios? ¿No sabía nada el CNI? ¿El Ministerio de Interior desconocía que Kuzmínov se encontraba en España? ¿Por qué no contaba con protección? ¿Tiene el Estado algún tipo de responsabilidad patrimonial por este asesinato? Qué inquietante la voladura de la frontera entre la realidad y la ficción, entre verosimilitud y veracidad, entre lo probable y lo posible. Entre nuestras novelas de espías y nuestra cotidianidad noticiosa.
«Regla número uno de la Guerra Fría: nada, absolutamente nada, es lo que parece», dejó escrito Le Carré. ¿Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia? ¿O lo es cualquier parecido con la ficción?
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