El poder de la plata

Los conquistadores transformaron una aldea de varios cientos de pobladores en una prospera villa de más de 150.000 habitantes en el año 1600. La gran mayoría eran esclavos que trabajaban en las minas de la montaña en condiciones infrahumanas. Se construyeron palacios, iglesias, teatros, calles, molinos y canales mientras el enclave se extendía hasta convertirse en una de las mayores aglomeraciones urbanas de Latinoamérica. Potosí llegó a tener una población similar a la de Londres en 1620.

Fue el propio emperador Carlos V quien concedió el título de villa imperial a Potosí, en cuyas explotaciones se obtenían 3 millones de kilos de plata en 1590. En aquel momento, más del 75% de la producción de este metal salía de Cerro Rico, como también se denominaba aquella montaña mágica. El escudo de armas de la ciudad pregonaba: «Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes, envidia soy de los reyes».

No era una exageración porque su plata era transportada desde los Andes a Panamá a lomos de las llamas. Desde allí salían los galeones con destino a la Península, donde las fábricas reales acuñaban los llamados reales de a ocho, que no sólo eran la moneda del Imperio sino demás un instrumento de pago en los intercambios comerciales en todo el mundo. Con la efigie de los monarcas, las monedas estaban hechas con una aleación en la que la plata era más del 95%. Eran todavía a mediados del siglo XVIII algo similar a lo que hoy es el dólar.

Las minas de Potosí era un bien estratégico y la mayor fuente de ingresos en la época de Felipe II, que aseguraba que la seguridad y la fortaleza del Imperio se basaba en la plata que venía de ultramar. Pero la abundancia del metal tuvo un efecto indeseado: la inflación. Algunos intelectuales de la época subrayaron la vulnerabilidad de las finanzas de la Corona al depender de unos yacimientos al otro lado del Atlántico. «Somos una nación pobre que se beneficia de la riqueza de otros», escribió un fraile ilustrado.

Las excavaciones en Cerro Potosí llegaron a alcanzar 240 metros de profundidad. En las galerías más subterráneas, la temperatura era unos 30 grados centígrados superior a la de la superficie. La mortalidad de los trabajadores era altísima. Algunas estimaciones calculan que morían cerca de 10.000 operarios al año, un 10% de los mineros. El escritor Eduardo Galeano calculó que las víctimas de los yacimientos sumaban la cifra de ocho millones desde 1550, una estimación probablemente exagerada.

Hoy las minas de plata siguen siendo explotadas por miles de mineros que descienden al interior de la montaña para trabajar en galerías con un enorme riesgo de desplome y un rendimiento muy inferior al de antaño. Los geólogos han alertado de que el cerro se hunde progresivamente y de que, más pronto que tarde, se producirá un colapso.

A la sombra de su cerro, Potosí es hoy una ciudad de 200.000 habitantes que conserva el legado arquitectónico de la presencia española y que fue declara en 1987 por la Unesco Patrimonio de la Humanidad. Quien quiera conocer la historia de Sumaq Urqu, denominación de los quechuas, no tiene más que leer al Inca Garcilaso. Cuenta que los indígenas desistieron de obtener la plata porque, al comenzar a excavar, los dioses hicieron sentir su colera. El nombre de Potosí vendría del «gran estruendo» con el que esos dioses advirtieron a los humanos. Un mito que bien merecería ser cierto.