POR LAS DUDAS
La pequeña renuncia
Trabajaba para una de esas empresas que estaban dentro del sistema de puertas giratorias para políticos y donde jamás se ascendía por méritos
Otros relatos de Elvira Navarro
Elvira Navarro
Trabajaba para una de esas empresas que estaban dentro del sistema de puertas giratorias para políticos y donde jamás se ascendía por méritos, pues los cargos directivos eran puros lazos de sangre o eslabones de interminables cadenas de favores. Allí casi todo funcionaba como ... un ministerio. Desde hacía más de quince años, no se actualizaban aprendiendo a manejar los programas informáticos necesarios para poder sacar adelante los proyectos. El dinero lo obtenían a través de inversiones en bolsa, de subvenciones públicas o de algo peor, eso suponía Raquel, porque nadie les explicaba qué era lo que realmente sucedía. Y no era solo eso lo que había ido a peor.
Tras la crisis de 2008, los viejos jefes, paternalistas con cierta piedad por los trabajadores, habían empezado a jubilarse, y en su lugar había llegado una nueva hornada de jefecillos, hijos, nietos o sobrinos de los anteriores pero sin los escrúpulos de sus mayores. Entre estos, había dos tipologías: los que externalizaban todo el trabajo a cambio de comisiones —y, en consecuencia, tenían a sus subordinados cruzados de brazos—, y los que eran fanáticos del tajo a pesar de que carecían de las herramientas para llevarlo a cabo según los requisitos.
Estos últimos eran los peores, pues competían entre ellos por la presencialidad y la cantidad de empleados a los que podían tener bajo su mando, convenientemente amedrentados. Les obligaban a hacer tareas inútiles: comprobar datos que nadie les pedía, repasar veinte veces la misma lista de asuntos pendientes. Además, les vigilaban como a escolares, obligándoles a fichar, y debían recuperar ya no solo el tiempo del desayuno —lo que había provocado que la gente tomara el café a escondidas, por los pasillos o encerrados en las salas de reunión—, sino incluso las ausencias por ir al médico.
Nadie se atrevía a decirle nada porque era el sobrino del jefe supremo
Parecía que la vigilancia aumentara a la par de la inutilidad del trabajo que hacían. Como por ley debían recibir formación y no querían formarles en lo esencial —así evitaban que hubiera empleados que destacaran, y sobre todo que se dieran cuenta de hasta qué punto todo allí funcionaba mal—, esta era siempre de perfeccionamiento de inglés. Cuanto más inglés usaban, más los degradaban, como si el inglés, con su aura internacional, compensara los salarios congelados y el menoscabo de sus funciones. Los sindicatos, tanto los de izquierdas como los de derechas, estaban conchabados con los jefecillos, y si se les ocurría protestar, les amenazaban con echarles. Cada vez que Raquel había hablado con un sindicalista, su impotencia había aumentado.
La degradación para ella se llamaba 'document controller', su puesto desde hacía un tiempo. Estaba al mando del jefecillo más tirano, que había sustituido a un viejo afable, el cual se despidió de la empresa con pena por sus trabajadores, pues sabía que al irse él les esperaba un trato indigno. En efecto, el nuevo jefecillo se pasaba doce horas en la oficina, gritaba y humillaba a su equipo y, en general, creía que conducirse como un psicópata le granjeaba respeto. Se quedaba con proyectos que no podían sacar adelante, pero se comportaba como si eso no importase. Le encantaban las reuniones, sobre todo a la hora del desayuno y la comida, y ni siquiera les dejaba levantarse para orinar.
Un día un compañero, el más obediente y apaleado de todos, se meó encima, pero eso no cambió nada. El jefecillo se había hecho con los trabajadores más esforzados y resignados, e incluso algún que otro homólogo movía la cabeza en señal de desaprobación, si bien nadie se atrevía a decirle nada porque era el sobrino del jefe supremo. Podían denunciar el abuso en el departamento de Recursos Humanos, pero cuando Raquel preguntó al resto si testificarían sobre lo que pasaba, todos dijeron que no, incluso el que se meó encima.
Con la pandemia fue aún peor: teletrabajar supuso ver a su jefe el día entero en un cuadradito de videoconferencia, pues aquel idiota no tuvo empacho en decirles a potenciales clientes de México o Argentina—nunca pasaban de potenciales— que ahora estaban disponibles a cualquier hora en España.
Un jueves de mayo, Raquel apagó el ordenador casi a las doce y media de la noche
Un jueves de mayo, Raquel apagó el ordenador casi a las doce y media de la noche. Sentía la náusea y el dolor de cabeza por las muchas horas sin probar bocado, y vio a su hijo dormido en el suelo, sobre un puzle. Ese día no lo había bañado, metido en la cama y leído un cuento antes de enchufarse de nuevo los cascos para soportar a su jefe. Se le había olvidado. Tomó a su hijo en brazos, lo llevó a la cama y lo arropó; el niño no abrió los ojos pero murmuró palabras apenas entendibles, cuajadas de la torpeza de sus tres años. A continuación, y puesto que su jefe había decidido que ya no había horarios, le llamó a su móvil —la pantalla marcaba la una y tres de la madrugada— y le dijo que se despedía
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete