Análisis
El caso Padilla y las dos Américas
Ser intelectual y apoyar la Revolución dejó de ser sinónimo tras el caso Padilla. Y roto el consenso, afloró la duda sobre América Latina y su lugar en el mundo
'Anatomía de una farsa', artículo de Ernesto H. Busto
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Iniciar sesiónCuando Fidel Castro decidió castigar la irreverencia del poeta Heberto Padilla, no sospechó que su tiránica maniobra reviviría uno de los debates más ardientes de la historia latinoamericana. Era 1971 y Padilla acabada de romper la máxima que regía la vida cultural cubana, ese ... tabú que impuso Castro diez años antes, cuando reunió a los intelectuales para advertirles que la Revolución les daba libertad para hacer lo que quisieran, menos una cosa: criticarla. Socavar la moral pública, darle armas al enemigo, opacar con burlas la clarividencia del líder; en pocas palabras, romper el consenso impuesto por el mito y el poder, se convirtió desde entonces en un pecado imperdonable.
Peor si quien incurría en él era un escritor reconocido como Padilla. Castro había depositado en los grandes nombres de la cultura la misión de resquebrajar el bloqueo y demostrarle al mundo que en Cuba importaba más el desarrollo espiritual que el material. Los yanquis eran imperialistas y utilitarista y palurdos; los latinos, escritores, músicos, pintores. Los mejores del mundo, además, y todos estaban de su lado. Desafiar la unanimidad no sólo le costó a Padilla la cárcel, sino la confesión pública, un acto de humillación maratoniano del que ahora somos testigos incómodos gracias al documental de Pavel Giroud, 'El Caso Padilla'. Allí vemos cómo el poeta añade más farsa a la farsa exacerbando el repudio de sí mismo, de su obra, de sus desviaciones ideológicas. Suda, hiperventila, gesticula; por momentos casi remeda a Castro. Es atroz, como toda pantomima urdida por el despotismo.
Ser intelectual
De este trauma cubano se derivó un trauma americano. Sabemos lo que ocurrió después: un grupo de escritores latinoamericanos y europeos firmó una carta dirigida a Castro, muy crítica, que rompió el hechizo. Ser intelectual y apoyar la Revolución dejó de ser sinónimo. Y roto el consenso, afloró la duda, ya no sólo frente al socialismo, Cuba o la ilusión revolucionaria, sino frente a América Latina y su lugar en el mundo. ¿Éramos occidentales? ¿Podían voces extranjeras censurar la deriva de un gobierno como el de Castro? ¿Por qué América Latina debía complacer sus expectativas? ¿Con qué derecho imponía Occidente sus varas de medir, su democracia o sus derechos humanos, si nuestro proceso histórico era distinto, más reciente, apenas embrionario?
Excepto en Martí, el americanismo fue un sinónimo de autarquía y mano dura
Esa visión del continente quedó plasmada en 'La soledad de América Latina', el contundente discurso que pronunció García Márquez en 1982, cuando recibió el premio Nobel. Allí, concitando la atención del mundo, explicó que la proyección de las expectativas europeas sobre el continente llevaba al desconocimiento, a la soledad de América Latina. Si Europa había valorado nuestra originalidad cultural, también debía comprender nuestra originalidad política, nuestras tentativas de implantar la justicia social «con métodos distintos en condiciones diferentes».
A través de García Márquez se manifestaba una larga tradición intelectual que empezaba con Bolívar y decía lo mismo: no podemos copiar modelos extranjeros. América debe descubrir su propia horma, a su ritmo, ajustándose a sus necesidades y no a las de los europeos. José Martí había insistido en ello en 1891, Francisco García Calderón en 1912 y Eduardo Galeano en 1971. Afrontemos nuestra soledad, creemos leyes e instituciones propias; gobernémonos como americanos y no como franceses o ingleses.
De este trauma cubano se derivó un trauma americano
La gran paradoja de esta búsqueda es que siempre, y también desde Bolívar, acabó siendo una excusa o legitimación del autoritarismo. Excepto en Martí, el americanismo fue un sinónimo de autarquía y mano dura. Sirvió para legitimar la acción audaz y disciplinaria de caudillos como el Doctor Francia, Juan Manuel de Rosas, Porfirio Díaz o Fidel Castro (más recientemente Nayib Buquele), siempre con el subterfugio de las tendencias anárquicas de los americanos, y no pocas veces por el peso de una mentalidad corporativa y jesuítica, que entiende la sociedad como un organismo homogéneo en donde no cabe el disenso o la crítica de ninguna de sus partes.
Acción despótica
En esa América Latina joven y solitaria, que salía a encontrarse a sí misma en un mundo hostil dominado por Estados Unidos, el Caso Padilla y la dictadura de Castro encontraban encaje. Pero esa no era la única visión del continente que estaba en juego. El otro gran escritor latinoamericano, también premio Nobel, Mario Vargas Llosa, interpretaba las cosas de manera muy distinta. Y no sólo porque considerara intolerable la acción despótica de Castro, sino por una razón más de fondo: para él, América Latina no estaba sola.
Al contrario, no estábamos condenados a repetir los ciclos históricos de opresión y autocracia ni a reinventar la rueda. Nuestra juventud u originalidad no justificaban ni hacían perdonables la censura, la falta de libertad o la violación de los derechos humanos. De toda sociedad que hubiera logrado sobreponerse a la pobreza, la dictadura o la violencia podíamos aprender algo, porque la identidad del continente dialogaba con el mundo entero. Había que abrir los ojos y la mente. Si los países más desarrollados, libres e igualitarios habían optado por la democracia liberal, ¿por qué no hacerlo nosotros?, ¿por qué observar esta forma de gobierno como algo exótico y ajeno a lo americano?
No estábamos condenados a repetir los ciclos históricos de opresión y autocracia ni a reinventar la rueda
Esas dos Américas, la que considera que la sujeción al modelo occidental es una traición a lo propio, copia y servidumbre, y la que considera fértil el influjo democrático, económico y moral de Occidente, siguen vivas. Se enfrentan, por momentos parecen irreconciliables y en última instancia explican los vaivenes políticos de la región. El Caso Padilla volvió a hacerlas visibles, aunque ya estaban allí desde que nos descubrimos como naciones independientes.
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