CRÍTICA DE:

Mark Rothko a 18 pulgadas en la Fundación Louis Vuitton de París

Pintura

Inmensa retrospectiva del pintor en la Fundación Louis Vuitton (París), en la que se escudriña de cerca toda su filosofía, de principio a fin

Sala de la fundación en la que las telas de Rothko se encuentran con las esculturas de Giacometti ABC

Marina Valcárcel

París

Rothko quería que miráramos sus cuadros de cerca. La «distancia adecuada» era de 18 pulgadas, algo así como la medida de nuestro brazo, de manera que nos sumergiéramos en ellos, en sus mares de color, como en un potente sueño.

La densidad de pintura ... es tal que la cantidad de tonos se vuelve innumerable y la emoción se multiplica. Por eso no enmarcaba los lienzos y pintaba sus cantos para que no se percibiera su principio ni fin. Directos al alma. Muchos de los del final de su vida son de tamaño humano, insistía en que se colgaran casi en el suelo, para que el espectador pudiera dar un paso y entrar en ellos. Esta pintura vence a las palabras y sobrepasa al lenguaje.

Ocurre como con la música. Rothko vibraba al oír a Mozart y creía, como Kandinsky, que el color usado de una manera precisa, con determinada intensidad y combinación, podía actuar de forma parecida al sonido, como notas musicales.

La complejidad de un genio

La Fundación Louis Vuitton nos propone adentrarnos en la complejidad de este genio con una ambiciosa retrospectiva que ha reunido hasta 115 obras procedentes de los fondos de su familia y de importantes instituciones: desde la Tate de Londres a la National Gallery de Washington. En un itinerario cronológico, trazan el camino del pintor desde sus primeros cuadros figurativos hasta las abstracciones que le definen y que hoy inundan con sosiego la goleta de velas de cristal que Frank Gehry diseñó en el Bois de Boulogne de París.

Christopher Rothko (1963), hijo del artista y comisario de la muestra, da una clave antes de entrar en esta misteriosa galaxia de colores: «Debemos dejar de mirar la superficie pintada y mirar a través del cuadro». Las composiciones clásicas de Rothko son una serie de «puertas» que facilitan este proceso. Sus campos horizontales de pintura son el resultado de nuestros campos visuales.

En la sala 1 nos recibe el único 'Autorretrato' (1936) de Rothko (1903-1970), de silueta sólida, impenetrable y girada tres cuartos. Todo el poder del retrato se concentra en una mirada protegida detrás de unas gafas oscuras que parecen indicarnos desde el principio que el artista no miraba hacia fuera, sino que buscaba y pintaba desde dentro de sí mismo.

Cambios evidentes. Sobre estas líneas, 'Remolino lento al borde del mar' y 'Autorretrato' temprano de Rothko. Arriba, unos de sus campos de color ABC

Markus Rothkowitz llegó al seno de una familia judía de clase acomodada y culta en Daugavpils, actual Letonia, en 1903. Las purgas obligaron a su familia a emigrar a EE.UU. y el niño de diez años atravesó el país de costa a costa en un tren hasta llegar a Portland con la única compañía de un cartel al cuello en el que llevaba escrito su nombre y destino. La visión del paisaje infinito, percibido desde su tamaño de niño a través de las ventanas del vagón, le acompañó para siempre.

Los movimientos vanguardistas desembocarían en el Cubismo o la Abstracción teorizada de Kandinsky. Rothko canalizará todas estas ideas a través de uno de sus maestros, Max Weber. Empezó a pintar en Nueva York. Inmerso en el Expresionismo Abstracto, su pintura se desarrollará bajo la influencia del Postimpresionismo y del Surrealismo.

Cronológicamente, la exposición comienza en estos años. La sensación de crisis en Nueva York es perceptible en una serie de lienzos figurativos de colores apagados, basados en el metro y otros espacios cerrados que rodean a figuras anónimas y solitarias de siluetas alargadas y atrapadas en el espacio arquitectónico. En los años cuarenta, su obra evolucionó a través de mitos universales. Rothko fue un gran lector de Nietzsche y del teatro de Esquilo, en cuyas obras encontró un repertorio mitológico, imágenes de héroes arcaicos transformados en monstruos con cuerpos híbridos y desmembrados.

El pintor canalizaba así el recuerdo atormentado de los pogromos de su infancia entreverado con nociones de la Shoah. En sus cuadros, los espacios y las formas se irán licuando en manchas de color translúcido. Las plantas y pájaros, los tótems y 'organismos' derivarán hacia unos espacios subacuáticos, en una división espacial de zonas diferenciadas que, desde entonces, se convertirán en una constante. Los títulos desaparecen.

El giro decisivo

A partir de 1946, dio un giro decisivo hacia la abstracción, cuya primera fase fueron los 'Multiforms', masas de color suspendidas que tendían a equilibrarse. Cuando miramos 'Monje ante el mar' de Friedrich, Rothko parece estar ya ahí, convertido en ese pequeño fraile pintando con su mirada la escena abismal del océano. No es un pintor actual, ni siquiera contemporáneo; es un 'modernista innovador', algo así como el último de los maestros.

A principios de los cincuenta, llegan las 'obras clásicas': campos de color abstractos en los que a través de múltiples estratos translúcidos de pintura se producen miles de variaciones de tonos, acordes y disonancias, como si fueran llamas de apogeo cromático. A menudo y con ligereza se piensa que artistas como Rothko pintaban con una técnica elemental, sin embargo, su fórmula complejísima y secreta podría compararse a la de los maestros venecianos de los siglos XV y XVI. Rothko pintaba con veladuras: sucesivas capas semitranspatentes sobre un color previo que buscan un efecto de superposición para intensificar el tono subyacente de la base.

Detalle de uno de los campos de color del artista ABC

La época central de su carrera está particularmente bien representada en esta retrospectiva, con unas 70 obras que incluyen dos instalaciones excepcionales: la de la Colección Phillips de Washington y los 'Murales Seagram' llegados desde la Tate con sus rojos y marrones de intensidad apagada que colorean un espacio para el que Rothko se dejó influir por la

Sin embargo, la sala 10 es la que tiene el eco más difícil de describir: entre los lienzos negros y grises del pintor, tres esculturas de Giacometti defienden, convertidos en guardianes de bronce, los cuadros del último año de su vida. Las palabras de Rothko resuenan allí con un eco hondo: «A los que piensan que mis cuadros son serenos, me gustaría decirles que, en cada centímetro cuadrado de su superficie, he capturado la violencia más absoluta».

A las 09:00 del lunes 25 de febrero de 1970, Oliver Steindecker, ayudante de Rothko, entraba en el estudio del pintor del número 157 de la calle 69 Este. Pero aquella mañana, vio su cuerpo sin vida, vestido solo con una camiseta blanca y unos calcetines negros, tumbado boca arriba, sobre un pequeño charco de sangre coagulada.

Mark Rothko

Fondation Louis Vuitton. París. 8, Avenue du Mahatma Gandhi. Comisarios: Suzanne Pagé y Christopher Rothko. Hasta el 2 de abril. Cuatro estrellas

La hoja de afeitar con la que se había seccionado las venas había sido meticulosamente envuelta en un pañuelo de papel. El veredicto del forense fue escueto: «Un suicidio a cara descubierta», y la causa de la muerte, el desangramiento, aunque previamente había ingerido una fuerte dosis de barbitúricos atenuantes del dolor y la agonía. El 'New York Times' fue el primero en difundir la noticia. Tenía 66 años y había decidido poner fin a su vida en el mismo lugar en el que nacían sus lienzos.

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