LIBROS

María Negroni: «La infancia no es un punto de partida, sino de llegada»

ENTREVISTA

La autora argentina publica 'Colección permanente', un libro en el que vuelca su poética y que define como un museo de todo lo que ha aprendido y lo que no ha aprendido

Richard McGuire, autor de 'Aquí': «No vivimos el momento, estamos siempre viajando en el tiempo»

María Negroni, retratada en la Residencia de Estudiantes de Madrid José Ramón Ladra

María Negroni (Rosario, Argentina, 1951) aparece en la Residencia de Estudiantes de Madrid agarrada a un café, como una universitaria más. No tardará en citar a Bruno Schulz para decir que se madura hacia la infancia: será verdad. En el jardín solo se escuchan los ... pájaros y una brisa que hace más agradable la aventura de estar vivo. Está el día como ese poema de Mario Montalbetti que tanto le gusta: «El canto de las aves escondidas en el follaje / apenas alcanza las tres sílabas // luego silencio // luego otra vez alcanza las tres sílabas / luego silencio // es la forma que tienen las aves de no decir nada (...) tres sílabas silencio tres sílabas // pero el canto / es hermoso y se repite regularmente al atardecer / y luego otra vez / y luego otra vez // y no dice nada».

—Acaba de publicar 'Colección permanente', que más que un libro es un museo de sus obsesiones. Al principio cita a Pavese, que decía que un libro es el cruce entre una obsesión y la forma que le corresponde. ¿Es ese el misterio?

—Exacto. En el nacimiento de un libro siempre trabajas a ciegas: no sabes muy bien cuál va a ser el producto final, cómo va a terminar. A veces pienso: voy a escribir un libro de poemas. Y me sale una novela. O al revés. Este libro nace de un discurso inaugural que tuve que hacer en el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires. Escribí 'Seis fragmentos a favor de lo indócil', y luego continué. De pronto me di cuenta de que llevo muchos años dedicada a la escritura. He pensado mucho, he odiado muchas cosas, he sufrido mucho, me han encantado también muchas otras cosas. Pensé que quizás era el momento para reunir una especie de poética. Este libro es un museo de todo lo que aprendí y todo lo que no aprendí.

—Dice Louise Gluck que «la mayoría de los escritores se pasan la vida sometidos a diversas torturas». ¿Cuál es su tortura?

—Lo peor de la escritura es la escritura misma. Hay escritores que quieren escribir y no pueden escribir, o quieren escribir de otra manera y no pueden escribir de otra manera, o quieren una inspiración y esa inspiración no está. Eso es lo difícil: lo que pasa adentro mismo de la escritura. Lo difícil es ese momento en el que dices: ¿y qué hago con esto? A lo mejor tienes clara cuál es la obsesión, qué es lo que te lleva a escribir, pero no tienes ni idea de qué forma va a tomar. Esa es la parte más difícil.

—¿Siempre hay vértigo en la escritura?

—Exacto. Hay mucho vértigo.

—Utiliza la palabra obsesión... ¿Toda la literatura nace de la obsesión?

—A mí me parece que sí [sonríe y suspira]. Pero tampoco tenemos tantas obsesiones.

«Lo peor de la escritura es la escritura misma»

—Le cito: «Al escribir abandonamos cosas y esas mismas cosas nos abandonan». Hay algo triste en eso: lo que ya está escrito no va a volver a nosotros.

—Es tristísimo. Hay una paradoja muy grande ahí. Por un lado, la palabra nos ayuda a acercarnos a lo real, pero, por otro lado, cuando nombramos algo nos estamos separando de eso. Aníbal Núñez dice: «para ser río, al río le sobra el nombre». Fíjate el verbo que usa: le sobra. Lo que significa es que el río es, solo es. No necesita palabras. Y cuando tú nombras el río, estás suplantándolo. Te quedas con la palabra río, pero, como decía la poeta argentina Alejandra Pizarnik: «si digo agua ¿beberé? / si digo pan ¿comeré?». Hay un divorcio entre la palabra y el mundo. La palabra te ayuda a acercarte y, a la vez, te distancia. Es muy complejo.

—¿No ocurre lo mismo con los recuerdos? Lo que escribes ya no lo recuerdas con la misma intensidad, ni de la misma manera.

—Así es. Cuando escribes recuerdos crees que los estás recuperando y, en realidad, te estás despidiendo de ellos. Es muy raro.

—Héctor Abad Faciolince sostiene que una de las funciones de la escritura es el olvido. Que al escribir externalizamos la memoria en un libro, por ejemplo, y liberamos la mente.

—Bueno, no siempre se es exitoso con eso, porque algunas cosas insisten. Te liberas de ellas y luego retornan. A mí me parece que tanto la memoria como las obsesiones trabajan en espiral. No es que tú vas a hacer un círculo y vas a volver al mismo punto; a lo mejor la misma obsesión te encuentra un poquito más arriba o más abajo y sigue siendo la misma. Y entonces tienes que volver a la carga.

«Cuando escribes recuerdos crees que los estás recuperando y, en realidad, te estás despidiendo de ellos»

—Durante la dictadura argentina tuvo que vivir oculta, alejada de su familia. Es uno de sus temas recurrentes.

—Es que sucedió en mis años de formación; también de mi formación como persona. La represión empezó antes de la dictadura, unos años antes, yo estaba en los veinte. Y duró una década. Fue una noche oscura, y no precisamente del alma lo que pasó ahí. Era vivir con miedo, vivir tratando de sobrevivir. Cuando volvió la democracia, mi compañero de ese momento, que era historiador, tuvo una oferta para ir a hacer un doctorado en Estados Unidos, y nos fuimos. Salí de la jaula y me aparecí en Nueva York. Y todo ese pasado, ese pasado negro, quedó como una marca muy fuerte.

—En un momento del libro cuenta cómo entra en un centro de salud mental. Sale de ahí con un diagnóstico increíble: algo entre la gripe y el cáncer.

—La respuesta fue extraordinaria [y vuelve a reír].

—Al poco de aquello se matriculó en un taller literario, como si fuera una cura.

—A mí siempre me había gustado escribir y siempre me había gustado leer, incluso más que escribir. Si me das a elegir qué es lo que yo quiero hacer, no sé, un sábado por la tarde, elijo tirarme en un sofá a leer. Estudié en Buenos Aires, en la Alianza Francesa, y los franceses son muy hábiles para enseñarte su idioma, porque te hacen amar el idioma a través de la literatura. Recuerdo que al final de cada curso había como una especie de concurso de ensayo. Yo me presentaba todos los años. El primer premio era un viaje a París, pero nunca me saqué el primer premio. El segundo sí, y el segundo premio eran libros. Y siempre mis profesores me decían: escribes bien. Pero no lo escuché hasta más tarde. La imagen que tengo es que tenía un deseo contenido por un dique, y cuando se abrió no me paraba nadie. Salió con mucha fuerza la escritura, sí.

—Estudió Derecho, ¿no?

—Estudié Derecho porque era la hija mayor de un padre que era abogado. Mi padre se murió a los 97 años, fue no hace mucho. Y hasta el último momento me decía: hija, ¿cómo vas a vivir de la literatura? [y se ríe]. Nunca me tuvo fe financiera. Y se equivocó. La escritura me ha dado muchas cosas. Ahora, por ejemplo, estoy en Berlín, escribiendo con una beca.

—En el libro se cartea con un maestro. ¿Existió?

—No [y ríe]. Es una idea que viene de Emily Dickinson. Cuando se abrieron sus archivos, aparecieron diez cartas que están dirigidas a un Dear Master. Y nunca se supo quién es ese maestro, aunque hay hipótesis. En esas cartas ella le dice cosas como: le mando este poema, por favor, ¿me podría decir si voy bien? Le pide consejos, le pregunta qué leer. Es extraordinario. Imaginarse a Emily Dickinson así, en esa posición. Pero así es como realmente somos: somos muy vulnerables.

—¿Estamos condenados a la inseguridad?

—No hay tiempo que pase, ni experiencia que valga, ni cantidad de libros que publiques: en el momento que te sientas a escribir, es como si no supieras nada. Hay que empezar todo de nuevo.

—¿Ha tenido maestros reales?

—Juan Gelman me enseñó mucho. Y he tenido otros. Y obviamente están los libros, que son maestros. Y los vas encontrando a los pocos, porque no todo lo que lees te impacta. Pero de vez en cuando encuentras a alguien que resuena contigo, como si tocara tu misma cuerda emocional. Y leyendo vas armándote tu propio canon, que no es el canon que establece el mercado literario, ni mucho menos.

«Lo único que tú puedes pedirle a un escritor es que sea genuino. Que te entregue algo de verdad»

—¿Qué busca en un escritor?

—Lo único que tú puedes pedirle a una escritora o a un escritor es que sea genuino. O sea: que lo que te diga esté atravesado por su sensibilidad, por su pensamiento. Que te entregue algo de verdad. Hay muchos libros que priorizan el tema, libros en los que no pasa nada a nivel del lenguaje. Entonces tú dices: ¿esto qué es? ¿Por qué está en la mesa de novedades de las librerías? Yo en general no encuentro los libros que a mí me interesan en las mesas, tengo que pedirlos. No están a la vista [ríe]. El otro día le preguntaron a Anne Carson: ¿qué libro de este año recomiendas? Y dijo: yo leo libros que se escribieron en el siglo V a.C, ¿no puedo recomendar a Homero?

—Pascal Quignard dice que él escribe para los que nacieron en 1630.

—Esta cosa de la actualidad es tan equívoca... Las famas y los prestigios pasan, son arbitrarios: van, vuelven… Cuando yo empezaba a leer en Argentina, el escritor más leído en el país era Julio Cortázar, que es un excelente cuentista. Pero yo he tratado de releer 'Rayuela' y no puedo [deja un silencio]. En el fondo creo que uno sabe dónde hay un escritor de verdad, dónde hay un mundo. Lees a Marguerite Yourcenar y es evidente. Y eso no va a cambiar.

—¿Le tiene miedo al futuro de la literatura?

—No tengo ningún temor de que desaparezca la literatura: para nada. Sospecho que en realidad, lo que va a haber en algún momento, va a ser una especie de hartazgo de la sobreinformación. Porque nos bombardean con trivialidades. Hoy hacía scroll en Instagram: me mostró una noticia de Argentina, luego pasó a un desfile de moda, después a un fragmento de Félix Guattari, un filósofo... ¿Qué es esto? Me llena de información, pero no me ayuda a pensar. La literatura está en otro lugar.

—Quignard escribía para el siglo XVII. ¿Y usted?

—Yo escribo para el lenguaje, porque el lenguaje es un personaje, un ente que está ahí. Estoy tratando todo el tiempo de entender qué es, hasta dónde me permite llegar, cuáles son sus límites. Y si en ese camino puedo tocar un segundo, con una frase, no te digo con un libro, con una frase el alma de otro u otra, entonces estoy satisfecha. Escribo para eso. Lo que no escribo es para la actualidad. Porque si uno escribe para la actualidad tiene que sumarse a las agendas. Y las agendas son válidas para hacer una marcha, pero no para escribir.

—Hay muchos libros que se escriben para la agenda, y a veces nacen muertos porque el tema ya pasó.

—Ricardo Piglia decía que había que llegar tarde a las modas, y es así. La dinámica del mercado le hace mucho mal a los escritores jóvenes. A lo mejor publican un libro y les va bien. Y después el editor le pide más de lo mismo: otro libro sobre ser trans, por ejemplo. Entonces viene el Trans 2, Trans 3... Y a lo mejor alguien que podría haber sido un gran escritor o una gran escritora, de manejarse en libertad, acaba ahogado ahí.

«No escribo es para la actualidad. Porque si uno escribe para la actualidad tiene que sumarse a las agendas»

—Le vuelvo a citar: «La poesía es la continuación de la infancia por otros medios». Conforme pasan los años, ¿es un reto cada vez mayor seguir manteniendo el asombro que exige la poesía?

—Yo te contestaría con tres ejemplos de pintores. El primero es Miró. Toda su obra está llena de colores, formas, etcétera, pero el último cuadro que pintó antes de morirse es una especie de tríptico donde hay una línea. Solo eso. El segundo es Ernst, que era un surrealista que hacía unos cuadros gigantes y terminó haciendo unas pinturas del tamaño de un sello de correos. Y el tercero Paul Klee, que al final de su vida se dedicó a hacer monigotes como los que dibujábamos en la escuela, como a palitos, pero gigantes. Bueno: estos tres pintores prueban que, en realidad, como decía el escritor polaco Bruno Schulz, se madura hacia la infancia. La infancia no es un punto de partida, es un punto de llegada. Y el arte es una de las maneras de mantenerse unida a ese principio y a ese final. Porque el arte es un juego. Los niños se meten abajo de la mesa y se montan una batalla naval, porque lo que reemplaza todo lo que les falta es la imaginación. Yo creo que ese es el juego del arte. Es un juego peligroso, complicado, difícil, pero es ese lugar en donde, por un momento, mientras escribes, es como si fueras un niño. Y eso es impagable.

—Estos tres artistas acabaron haciendo líneas y monigotes. A usted, ¿qué le gustaría acabar haciendo?

—El otro día fui a escuchar a la Filarmónica de Berlín, y como bis tocaron seis miniaturas para piano de Schoenberg. Las seis miniaturas juntas duraron cinco minutos: menos de un minuto cada una. Pensé: esto es perfecto. Yo ahora estoy escribiendo unos poemas que son como mínimos, cada vez menos, menos: esa es la idea. El monigote también es un punto de llegada. Es como volver a lo básico. Si fuera pintora, haría monigotes. Pero no soy pintora.

Artículo solo para suscriptores
Tu suscripción al mejor periodismo
Anual
Un año por 15€
110€ 15€ Después de 1 año, 110€/año
Mensual
5 meses por 1€/mes
10'99€ 1€ Después de 5 meses, 10,99€/mes

Renovación a precio de tarifa vigente | Cancela cuando quieras

Ver comentarios