lo moderno
Elogio del bidé
Roma se desplomó cuando olvidó sus acueductos. Europa se perderá cuando olvide su bidé
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Llevo semanas buscando piso, y en medio de ese safari inmobiliario —donde los alquileres se miden en hígados y no en euros— me ha asaltado un detalle tan revelador como inquietante: los baños ya no tienen bidé. El agente inmobiliario, con la suficiencia del ... que exhibe parquet flotante y ventanas climalit, me miraba casi con lástima cuando preguntaba por él. «Eso ya no se lleva», me decía. No se lleva: como si la civilización fuese una moda pasajera.
Esta experiencia moderna me ha llevado a una terrible conclusión. De entre todas las reliquias europeas, ninguna ha sido tan injustamente proscrita como el bidé. Hay objetos que, al desaparecer, arrastran consigo algo más que su mera utilidad: se llevan un pedazo de civilización. Tal es el caso del bidé, ese pequeño trono acuático nacido en la Francia ilustrada del siglo XVIII, patria de los refinamientos inútiles que, con el tiempo, se revelan imprescindibles. «Bidé», decían los franceses, evocando un corcel menudito en el que se monta a horcajadas: metáfora ecuestre para un ritual íntimo que combinaba higiene y dignidad.
Durante dos siglos, el bidé acompañó silenciosamente a Europa. Estaba allí, en rincones discretos, recordándonos que el progreso no siempre se mide en locomotoras ni en satélites, sino en gestos mínimos de civilidad. ¿Qué mayor signo de respeto propio y ajeno que presentarse al mundo —y al lecho— con la frescura que el agua confiere?
Hay objetos que, al desaparecer, arrastran consigo algo más que su mera utilidad: se llevan un pedazo de civilización
Pero llegó el minimalismo, ese bárbaro disfrazado de estética nórdica, y decretó que el bidé ocupaba demasiado espacio. Los arquitectos, seducidos por la dictadura del metro cuadrado, lo expulsaron de sus planos como a un pariente incómodo. A ello se sumó cierta malinterpretación del presente: se confundió el escaso uso con la irrelevancia, y la discreta fidelidad de unos pocos con la condena al olvido.
Hoy, los cuartos de baño brillan por su frialdad quirúrgica, mientras el bidé agoniza en mercadillos de fontanería. Y sin embargo, conviene advertirlo: el día que desaparezca del todo, Occidente habrá dado un paso más hacia la barbarie. Porque renunciar al bidé es renunciar a la delicadeza, a la idea misma de que la intimidad merece un trato ceremonial.
No se engañen: los imperios no caen por la invasión de los bárbaros, sino por la traición a sus propios símbolos. Roma se desplomó cuando olvidó sus acueductos. Europa se perderá cuando olvide su bidé.