Torquemada en la playa

El usurero es asquerosamente rico, pero le falta cubrirse con el barniz retórico de la aristocracia. Saca a relucir «formas locutorias» recién aprendidas (punto de vista, poner sobre el tapete), palabras que suenan muy profundas y que no comprende (maquiavelismo) o incluso latinajos ('velis nolis'), y a renglón seguido ataca con refranes y tacos horrísonos. Combina las expresiones procaces y los solecismos (quiere decir expectación y dice estupefacción) con sintagmas más o menos relamidos: tirios y troyanos, espada de Damocles, en grado sumo. Cuanto más afecta el lenguaje, más se le nota el pelo de la dehesa.

En 'Torquemada en el purgatorio' lo hacen senador, aunque ni así logra desasnarse, y en la cuarta y última de sus novelas, 'Torquemada y San Pedro', se instala en un palacio ducal. Pero ni rodeado de armaduras medievales, pinturas renacentistas, incunables y legajos deja de expresarse como un facineroso. A despecho de sus esfuerzos, no ha conseguido acumular un «capital expresivo».

Quienes le aplauden y le bailan el agua reconocen en privado que, bajo su capa de oro, sigue siendo un bárbaro redondo y asolerado. Solo Galdós podía conseguir que nos encariñásemos de un personaje tan antipático. La editorial Cátedra ha reunido su maravillosa peripecia en un solo volumen, bajo el título de 'Las novelas de Torquemada'. Si se preguntan qué libro meter en el zurrón para llevárselo a la playa, no lo duden ni un momento.