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La revolución de los espartanos
El rugby es una suerte de filosofía que genera autoestima, y como actividad para reclusos ha dado resultados. El caso español de El Dueso es de novela
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Las cámaras internas tienen registrado aquel instante estremecedor: un hombre levanta una pistola y acerca el cañón a la frente de un robusto guardia de seguridad que le corta el paso. Están en una discoteca subterránea de Cantabria, y el ‘segurata’ es un emigrante argentino ... llamado Tristán Moziman, alias Chucho, un ex jugador de rugby que jamás pierde la calma y que percibe a tiempo el horror: ese desconocido baja para ajustar cuentas con clientes que bailan en esa oscuridad ensordecedora y puede desatar una verdadera masacre.
Chucho comienza a hablarle con firmeza y suavidad al sujeto, y aunque éste no baja la pistola va retrocediendo de espaldas por la escalera, seguido por Moziman peldaño a peldaño, hasta que alcanzan juntos la calle.
Dos policías intentan entonces reducir al tirador y éste forcejea con ellos —los uniformados acaban heridos e ingresados—, pero entre todos consiguen al fin detenerlo: la pistola estaba cargada, con la bala en la recámara y ya amartillada. Lista para matar. El manejo de la crisis, su maniobra y templanza, convierten a Chucho Moziman en una leyenda local.
Ese desconocido baja para ajustar cuentas con clientes y puede desatar una verdadera masacre
Y esa súbita fama le facilita de alguna manera el acceso al Penal de El Dueso, a 45 kilómetros de Santander. Su intención es llevar a las penitenciarías españolas lo que ya sus antiguos camaradas del rugby han probado en la Argentina.
El proyecto original es épico y está narrado minuciosamente en ‘Espartanos, reescribiendo historias’ (editorial Sudamericana), por el periodista Carlos M. Reymundo Roberts y el abogado Eduardo Oderigo, que fue funcionario judicial y a quien le alarmaba la alta reincidencia de los ex convictos, la progresiva gravedad de sus delitos a medida que pasaban los años y la anomia y sordidez que cundía en las cárceles más peligrosas del país, verdaderas escuelas del crimen.
Un día Oderigo visitó una prisión, llevó una pelota de rugby y convenció, a pesar de las reticencias de autoridades y presos, de comenzar a jugar ese extraño deporte que no conocían. Aquel pequeño gesto produjo una revolución. Al acabar el primer partido y luego de haber hecho varios tacles, uno de los más feroces reos del lugar comentó con una sonrisa: «En estas dos horas me saqué dos años de odio».
El rugby es una suerte de filosofía que genera autoestima, y que se transformó en una mancha bienhechora y se fue expandiendo por 44 cárceles más: quienes lo abrazaron modificaron sus pautas de convivencia en los pabellones, establecieron reglas y respeto, y una cultura sin drogas ni violencia; con limpieza, estricto cuidado físico y mucho espíritu de grupo. Los índices de reincidencia bajaron, dentro de esa inesperada comunidad de 'rugbiers', de 65% al 5%, y decenas de empresas privadas se anotaron para emplear a esos jugadores a medida que iban cumpliendo sus condenas.
El increíble fenómeno avanzó en al menos otros siete países; también en España, donde Chucho aplicó el modelo milagroso de Oderigo, que fue ganando adeptos. Entre los setecientos presos de El Dueso se encontró una vez con aquel tirador de la discoteca, que lo abrazó llorando sin consuelo y luego se integró a un equipo. Ahora son hermanos de la vida. El destino no es redondo, pero parece que es ovalado.
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