TODAS LAS MUERTES DE JAMES W.

10. Galería de objetos irreales

A James W. se le ocurre crear un museo para exhibir su colección personal. ¿Lo conseguirá?

9. Fotógrafo de la nueva Movida

La idea de abrir un museo para exhibir su colección personal le parecía cada vez más interesante. «Si la Casa Real puede hacerlo, ¿por qué no puedo yo, que, al fin y al cabo, soy el jefe de la Casa Irreal?», pensó. Y aquella ... ocurrencia le hizo sonreír. «La Casa Irreal. Con mayúsculas ambas». Torció entonces el labio y se mesó la barba, como si quisiera tomar conciencia de que aquello que acababa de parir era, en realidad, una genialidad. Y miró a ambos lados. Convertir aquel piso de Malasaña en la 'Casa-Museo Fundación James W.' podría tenerle entretenido durante una temporada. Y eso era precisamente lo que necesitaba, algo en lo que ocupar el tiempo, aislarse, el ensimismamiento a la vez como causa y como consecuencia de la enajenación. Además, era indudable que la casa pedía una reforma a grito.

Tanta modernidad consecutiva había dejado el espacio obsoleto, porque nada tiene una fecha de caducidad tan corta como la última moda y, paradójicamente, la única tendencia permanente es la de lo trasnochado. La casa parecía conservada en una pausa eterna, como esas cafeterías de provincias que huelen a croissant a la plancha o como las panaderías de Pompeya tras la erupción. Con la salvedad de que, aquí, el volcán se llamaba tiempo y había sido capaz de embalsamar la modernidad hasta dejarla en un estado de fosilización casi perfecto. Todo lo que una vez fue moderno resultaba ya demodé. «Todo lo que una vez fue moderno», musitó. «Parece el título de un best-seller fraudulento». Y lo apuntó, por si acaso.

James W. estaba en racha, era el ye-ye de los malasañeros y su casa parecía un templo del 15M, como el Reina Sofía. Pero había que cambiar, nada resulta tan ridículo como un moderno pasado de moda o como una sala dedicada a una revolución que terminó en el guion de un capítulo de 'Beverly Hills 90210'. Aunque, también es cierto que los pantalones de campana, las chapas reivindicativas y las americanas de pana siempre vuelven, por lo que la obsolescencia de hoy no es sino la tendencia de mañana. «Pero eso solo si esperas lo suficiente», que diría el Minino de Cheshire. Y no había tiempo. Había que comenzar la Fundación ya mismo e inaugurarla con una exposición permanente: la de sus Colecciones Irreales.

Se hizo un sello a modo de membrete. En lugar de una corona con joyas dibujó un casco con puntos suspensivos, como cuando en los cómics alguien está pensando. Porque era irreal, claro, una corona hipotética, diseñada como en subjuntivo. Y comenzó a marcar el inventario. En lugar del capacete de Fernando el Católico, dispuso una gorra de John Deere que había heredado de su tío-abuelo Marceliano y que, durante un tiempo, fue lo más en Lavapiés. En lugar del Arnés de Mühlberg, una camiseta del Rayo Vallecano. Como no tenía tapices, expuso toallas de la playa, camisetas de Sidonie y una capa de Béjar roída que compró en el Rastro aquella temporada en la que le dio por reivindicar a Los Brincos.

Se hizo un sello a modo de membrete. Dibujó un casco con puntos suspensivos

Como arqueta-relicario, dispuso sus cajones abiertos, tal y como estaban en ese momento, con bolígrafos rojos secos, pilas de todos los voltajes excepto las que hacen falta para los termómetros digitales, que también había varios. E incluso uno de mercurio, un aparato del que no podía separarse porque era el único que, a la hora de la verdad, siempre funcionaba. Había calcetines desparejados, un transistor al que le faltaba la antena —que utilizaba aparte, como batuta—, un crucifijo que le regalaron en la comunión y varios marca páginas que le regalaron sus sobrinas. Y así lo expuso, tal cual estaba, captando un momento, haciendo eterno el instante, llevando lo anecdótico a la categoría de canon y no sé cuantas gilipolleces más.

Por enfriadera, seleccionó una ensaladera de metacrilato transparente y en lugar de una cómoda, los modelo Kullen y Malm que compró en el IKEA de San Sebastián de los Reyes. Luego un reloj de sobremesa, una colección de coches de juguete, las entradas de los festivales, fotos de cuando las acampadas de Sol, un autógrafo enmarcado de Borja-Villel, pancartas hechas con sábanas de abajo, papelillos de fumar OCB y las tazas de té matcha. E inmediatamente se puso a preparar las cartelas en 'foam', imprimiendo el nombre de todos los objetos que integraban de su galería irreal, aclarando de modo inequívoco el tamaño de cada pieza en milímetros, su nombre, origen, fecha de adquisición y una traducción al inglés.

Y en ese momento, precisamente en ese momento, se dio cuenta de que, en realidad, no había que exponer nada, que la exposición ya estaba hecha desde hacía tiempo, que lo único que faltaba era nombrarla —es decir, imaginarla como realidad aparte— y darle un sentido simbólico.

Se dio cuenta de que no había que exponer nada, que la exposición ya estaba hecha

Y que lo más importante era, precisamente, lo irreal, lo que no podía ser nombrado porque no podía ser limitado: 'Lugar en el que una vez pensé en la inmortalidad', 'Plato de ducha sobre el que, un día, tuve una epifanía', 'Aire expulsado de mis bronquios tras una infinita tristeza' o, simplemente, 'Colchón en el que, tras una fiebre covídica, creí haberme alimentado solamente de prana'. Y así siguió, colocando cartelas por toda su casa, ya convertida en galería de objetos irreales: 'Proyección de recuerdo alegre de la infancia', 'Ventana de Overton cerrada', 'Marco mental', 'Pared a la que más tiempo he estado mirando en mi vida', 'Espejo con ojeras de serie' y 'Enchufe cuya corriente eléctrica ha dado vida a no solo a mi música sino, por extensión, a los sentimientos que estos provocan', que, la verdad, como título era demasiado largo pero se ajustaba perfectamente a lo vivido.

Turistas curiosos

Y a esto dedicó sus días, poniendo cartelas para nombrar cada pequeña irrealidad. Cuando terminó, se vistió de conserje, se puso un sombrero de plato, como de conserje, bajó al portal, colocó una gran placa donde se podía leer: 'Fundación James W. - Galería de objetos irreales', dispuso unos de esos separadores que ponen en los museos para dirigir las filas y, como en el 221B de Baker Street y un enorme grupo de turistas curiosos hizo el resto. Cuando vino un periodista a ver qué era esa cola, dijo que su maestra era Griselda Pollock, que su galería era plenamente feminista, su colección una metáfora republicana, su espacio, el de la lucha de clases y que el mayor proceso de descolonización pendiente era el individual, del que este proyecto era pionero. El catálogo se tituló 'Todo lo que una vez fue moderno'. En Matadero se agotó en apenas dos horas. (Continuará).

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