POR LAS DUDAS
Aprendizaje literario
Un nuevo relato de Elvira Navarro donde la protagonista se dedica a robar libros de un singular escritor. ¿A qué se debe su selectiva cleptomanía?
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Elvira Naravarro
Una tarde vio en el metro a una señora leyendo 'Unidos por el destino', la última novela de Marcos Z. Antes de que se abrieran las puertas, le arrancó el libro a la mujer y huyó a la carrera. Nadie la siguió.
Su siguiente robo ... fue en un café. El libro, con el nombre del escritor en relieve dorado, estaba en la esquina de una mesa. Sólo tuvo que pasar y agarrarlo con un gesto rápido y discreto, natural; ni siquiera echó a correr cuando salió a la calle, y eso que no había pagado su café. Pero había demasiada gente en el local y los camareros no repararon en ella.
Se alejó con las piernas temblorosas y un extraño miedo de volver a su casa, como si fuera a encontrarse con dos policías esperándola en el portal. A la jornada siguiente, sin haber desayunado, se metió en el metro. Tardó más de una hora en localizar a alguien que estuviera leyendo un libro de Marcos Z., y fue verdaderamente osada: se lo quitó de las manos a un chaval que se levantó tras ella, y que sin duda la habría alcanzado si no hubiera sido porque, nada más salir, les sorprendió una muchedumbre estudiantil que avanzaba en tromba hacia los vagones. Se dejó llevar por la turba y volvió al vagón, mientras el joven al que había robado se perdió escaleras arriba, o eso creyó ver. Por si acaso, se sentó en el suelo, con el culo sobre el libro porque no había tenido tiempo de meterlo en el bolso.
Los estudiantes sostenían pancartas; iban a una manifestación, y pensó que tenía suerte de ser bajita: eso siempre la hacía aparentar menos edad. Lloró del susto cuando salió a la calle y caminó un buen rato sin saber dónde estaba, hasta que se dio cuenta de que subía por María de Molina. Llevaba el libro de Marcos Z. agarrado de la solapa, con sus hojas al aire, como si arrastrara un muñeco de trapo. Se prometió no jugársela de ese modo, no robar si las circunstancias no eran propicias, pero sin convicción. En realidad, solo deseaba seguir aquel impulso loco, averiguar adónde la conducía.
A las siete de la tarde volvió a la calle, y ya no llevaba el bolso, sino una mochila. Logró un botín de dos novelas más: 'Hijos de la gloria', que birló a una mujer que hacía cola en la puerta de un estanco, y 'Más fuerte que el amor', que sustrajo del Fnac arrancando la etiqueta de seguridad. En los días sucesivos, poseída por una euforia electrizante, hizo lo mismo en la Casa del Libro, los Relay de las estaciones y en un Alcampo donde había una sección de libros con casi todos los títulos de Marcos Z.
En realidad, solo deseaba seguir aquel impulso loco, averiguar adónde la conducía
El autor tenía su propia estantería, coronada con una fotografía donde se le veía sin canas y con el rostro más lozano —debía de haber sido tomada diez años antes—. En Alcampo los libros no llevaban alarma, y le bastaba con quitar el código de barras y meterlos en el bolso, que nadie le abría cuando pasaba por la caja con unos tomates. Hurtó asimismo ejemplares en librerías de segunda mano aprovechándose de la buena fe de los libreros, que tras un rato de charlar con ella —desplegaba toda su amable formalidad y su conocimiento sobre literatura— la dejaban a su aire.
Un mentiroso
En apenas dos semanas, su apartamento se llenó de novelas de Marcos Z. Reunió varias decenas de su novedad, y otras tantas de 'Una atracción tan fatal', que llevaba cerca de dos años en las listas de los más vendidos. Le dio especial gusto mirarlas las veces que la llamó Marcos Z. —sí, ese mismo Marcos Z. que escribía folletines entre esotéricos y románticos, cuajados de clichés, ramplonería y frases de autoayuda—.
¿Se habría liado con aquel mercachifles si antes se hubiese leído alguno de sus pastiches? ¿No resultaba paradójico que ella, una experta en literatura que daba clases en la universidad, hacía crítica en un conocido suplemento y estaba a punto de publicar un ensayo sobre novela contemporánea hubiera acabado con él?
La noche en que se conocieron ni siquiera cayó en la cuenta de quién era aquel hombre guapetón al que le presentaron como escritor, pues jamás había leído aquella clase de libros. Para más inri, él no le resultaba agradable como persona, sino repelente y engreído. También era, según descubrió hacía unas cuantas semanas, un mentiroso. Un sábado en el que ella lo creía en Lisboa —él le había dicho que debía asistir a un festival— se lo encontró en plena Gran Vía con otra. ¿Por qué le había dolido su traición, si en el fondo le despreciaba?
Dejó sonar el teléfono cada vez que la llamaba Marcos Z., sin pena, ni rabia ni ningún otro sentimiento salvo la extrañeza que le generaba aquel absurdo de convertir su vivienda en un almacén de libros infumables. Se preguntó si acaso había ahí algún tipo de lección literaria.
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