Ángel Antonio Herrera: «Yo creo en el exceso, un poeta sin riesgo es un burócrata»
Es un hombre fiel a su estilo, es decir, a su vocación: tal vez por eso habla como escribe. Ha reunido en 'Los espejos nocturnos' treinta años de versos y revelaciones
Crítica de 'Los espejos nocturnos'
Pascal Quignard: «La lectura es una liberación de la ideología»
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Iniciar sesiónÁngel Antonio Herrera (Albacete, 1964) fue un niño que recitaba a los del veintisiete y un joven que se vino a Madrid a hacer la milicia de la noche, como él dice, para llenarse el pecho de palabras sin nombre y dedicarse luego a bautizarlas ... con fuego en la soledad de su buhardilla. Empezó a llenar cuadernos en los ochenta, y desde entonces ha sido un devoto del verso, al que se ha entregado primero en cuerpo y luego en alma, como dicta la norma no escrita de los noctívagos, que es la misma del paraíso. El poeta ha reunido ahora treinta años de aciertos en 'Los espejos nocturnos' (Akal), un libro que es también un idioma, el retrato de un hombre entregado a sus pasiones, verbales o no. «Yo soy un fanático de la felicidad del lenguaje, y por tanto de su libertad. Mi oficio es encerrarme con la bestia del lenguaje», sentencia Ángel Antonio, que viste de negro impoluto y luce una melena en la que aún puede adivinarse el viento de su biografía.
—¿Y esa bestia la alimenta o la doma?
—Bueno, yo dejo que me corneen en condiciones [y sonríe]. Yo he vivido para escribir, y sigo haciéndolo. Es aquello que decía un clásico: me invento pasiones para ejercitarme. Pues yo no me las invento, las he buscado, directamente. He procurado, y a menudo creo que lo he conseguido, que mi biografía fuera rica. Porque la autenticidad de la escritura la ata la biografía y la lectura. No comparto aquello de Pessoa de que el poeta es un impostor. Yo creo que el poeta es un infractor.
—Dice un verso: «A esto vine, a hacer íntima militancia del límite». Habrá sido una vida entretenida…
—Yo creo en el exceso, en el límite. Lo decía Huidobro: los verdaderos poemas son incendios [hace una pausa, y lanza otra imagen]. Sin el riesgo eres un burócrata. Por eso creo en la vida extrema. A un poeta hay que exigirle que sea un legislador de lo invisible, un ladrón de fuego, alguien que fomente el alcoholismo del lenguaje. La poesía ruda, ram- plona, que no indaga, que no supone un proyecto espiritual, que no supone un desafío ante el lenguaje, me aburre. Y yo no hago cosas que me aburren. Ni tampoco las leo.
—¿Qué reflejo le han devuelto estos espejos nocturnos? ¿Se reconoce en todos sus poemas?
—Un libro que reúne treinta años de poesía es realmente desasosegante. Tenía dos caminos: uno, destruir todo lo que había hecho, que por supuesto lo contemplé; dos, entornar un poco la mirada, ser algo compasivo conmigo mismo y dejar que entraran los poemas prácticamente sin corrección. Mis poemas del 84 prácticamente no los suscribo, porque yo era un joven de diecinueve años en el que las cosas de la vida eran más supuestas que realmente vividas o padecidas o disfrutadas. Y también creo que hay una solemnidad o un rigor en el estilo que naturalmente después he ido perdiendo, espero que para bien. Pero me complace ver que se cumple aquello de Octavio Paz: que todo poemario es el borrador del siguiente, que todo poema es el borrador del poema siguiente. Este libro, que es el poemario de mis poemarios, anuncia otro libro que no tengo. Y que es quizá el que me interesa.
—Este es el libro de un hombre fiel a sus obsesiones, a sus pasiones.
—Es cierto, mis obsesiones vitales o existenciales apenas han cambiado desde los veinte años: el tiempo, la pérdida, el deslumbramiento de la belleza y esa cosa estupefaciente que siempre me fascinó y que nunca acabo de comprender, por suerte, que es la eternidad en el instante. Estamos hablando aquí de versos, y a la vez, sin que nosotros lo presenciemos y de momento lo sepamos, está ocurriendo un asesinato, un romance, un quirófano y un desahucio.
—Lo dice en el segundo poema de 'El piano del pirómano': «Mientras yo elijo la esdrújula con que tejer el siguiente desvarío, una tragedia habrá matado la misma esmeralda en diversas familias».
—Yo siempre aspiré, en los primeros versos y en los últimos, a llegar a aquello en lo creo: que el poema sea un diamante que encierre al universo. Esa es mi pretensión. Buscar la belleza, el susto de la belleza. Por eso practico, y sé que es antimoda, la metáfora. Porque la metáfora nunca se ultima, siempre dice más que tú.
—¿Los versos se hacen o se esperan?
—El oficio de escribir es un acto de convalecencia: hay que dejar que sea el lenguaje el que se ponga a pensar, es decir, que sea la palabra la que ilumine, la que piense o la que imagine. El lenguaje sabe más de uno mismo que uno mismo. Se trata de traducir algo. Es decir, hay un poema no escrito que pide que tú lo transcribas. Esta creo que es la clave, sobre todo de alguien que cree en el barroquismo, en el barroquismo hacia adentro, el barroquismo no de adorno sino de indagación. El idioma es infinito, y creo que es un deber honesto del poeta indagar en el lenguaje, decir las cosas de un modo distinto.
—Pascal Quignard, que acaba de recibir el Formentor, también se declara barroco: sostiene que la intensidad está por encima de la belleza.
—Estoy de acuerdo, pero yo creo en las dos cosas, en la belleza y en la intensidad. Y en la intensidad de la belleza, como aventuró Breton: la belleza será convulsa o no será.
—¿Cómo era ese joven de diecinueve años que empezó a escribir?
—Yo me vine a Madrid a hacer la milicia de la noche. La milicia de la golfería, de la mala vida. Tenía entonces una buhardilla en el centro que pagaba muy difícilmente con clases particulares y otras cosas. Y tenía un corazón delincuencial. Y eso procuraba ejercerlo. Constituí una vida de sobresaltos, que me supusiera dulces problemas. Y llegué bastante lejos durante algunos años... Luego ya el periodismo y el ganarme la vida con lo escrito –cosa en la que siempre creía, la palabra como moneda, barata, pero moneda–, me llevó por otros derroteros. Tuve menos tiempo para ser un golfo. Y poco a poco me retiré de la golfemia, que decía Valle-Inclán. Pero en los ochenta, la vida de la bohemia que a los escritores nos fascina tanto era ya un cementerio en Madrid. Eran solo ecos de una nostalgia de cosas que no vivimos, pero que estaban en los libros. Y nos gustaban.
—¿Echa de menos la vida nocturna?
—A ratos sí, a ratos sí. Lo cual quiere decir que algo de joven me queda, ¿no?
—[Risa].
—Sí, lo echo de menos, pero ahora encuentro bastante placer en el trabajo, en la escritura, en la lectura. He ido agotando ciclos de vida con lo que me tocaba.
—«Sé que ya se le apagó a mí vida la mitad de agosto (...) pero aún le adivino el soplo del paraíso», escribe en 'El piano del pirómano'.
—Es que aún queda media vida, a pesar de las pérdidas. Pero uno vive de perder cosas, ¿no? Yo creo que la vida es ese allanamiento. Y, claro, echo de menos tener treinta años, porque ahora la vida no tiene tanta sorpresa. Pero no doy por consumada mi vida.
—¿Cómo se lleva con el paso del tiempo?
—Eso es un tema que ya me empieza a joder. Porque es mentira, es una coartada eso de que lo que se gana en años se gana en experiencia: no hace falta tener tantos años. Con treinta también puedes tener experiencia [y ríe]. La vejez es una corrupción. Y es abismal.
—¿Tiene miedo a la vejez?
—Tengo una debilidad por los viejos enorme. Perdí a mis padres siendo bastante joven, con dos procesos de enfermedad muy largos y muy devastadores para ellos y para todos. Sé lo que es enfrentarse a tener muchos años, a esa corrupción, ir perdiendo algo cada día. Le tengo miedo a la invalidez, a necesitar de otra persona. A resultar no una molestia, sino una tortura para alguien.
—Por cierto, ¿de dónde le viene la vocación?
—A la poesía llegué por mi padre, que fue un poeta secreto. No era un gran poeta, sin embargo hacía muy buenos versos. Tenía una facilidad enorme, innata, para versificar. Y luego le gustaba mucho la recitación. Desde los diez años mi padre me leía poemas y así aprendí a recitar las páginas más recitables, que no las mejores, de la Generación del 27. Para mí, fueron una vitamina en aquel tiempo. Recitaba 'Poeta en Nueva York' con once años y no me enteraba de nada, o unas zonas de Vicente Alexandre que tampoco, de Alberti sabía lo más fácil, y recuerdo cosas de Guillén, de Gerardo Diego, cosas, en fin, de bachiller. Y eso prendió en mí, la fascinación al oído por la palabra. Por eso yo creo que la poesía contiene la música. Por eso a veces me excedo o me envicio demasiado en las aliteraciones o en que las palabras adquieran casi una corporeidad musical.
—Le cito: «Vengo a decir que para siempre nos hirió la belleza».
—Es que la belleza es un tormento. Es un tormento para aquel o aquella que es bello o bella, porque ha de pagar la penitencia de la vejez o de la decrepitud. Y desde luego es un tormento para aquel que es un contemplador gozoso de la belleza, de la belleza del mundo del verano, que no es una idea sino un lugar recurrente del libro, un lugar imaginario, un lugar espiritual. El verano de la vida.
—«Contra el paradero del verdugo, tengo un verano de antídoto», escribe.
—El antídoto de mi vida es el verano, sí. Yo soy de los que veneran agosto. El verano es la resurrección del cuerpo, el verano es la belleza en pie. El verano es joven, es vertical, es atronador.
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—¿Hay que volver a cantar la belleza?
—Ahora parece que cantar la belleza, celebrarla, y decirlo no de manera gruesa, sino de manera lírica, incluso, está mal visto. Yo eso lo he hecho siempre. Yo he celebrado y lo he dicho y lo he escrito, la belleza de la mujer, la belleza del verano, la belleza ya tópica, pero la belleza del atardecer. La belleza de la ruina, también. Tuve un tiempo que iba mucho a La Habana porque, además, me fascinaba porque allí se cumplía aquello del paraíso en ruinas. Yo no he escatimado nunca la celebración o la glosa o la crónica de los guapos y de las guapas.
—En el prólogo del libro, Antonio Lucas habla de su isla verbal. ¿Se siente un raro en la poesía española?
—Soy un aislado, sí. Él dice que he hecho una carrera de poeta de riguroso y solitario, y es verdad. No me he dedicado a la vida social de la poesía, al escaparatismo de la cultura, todo eso no solo me quita tiempo, sino que me aburre, me desasosiega, me entristece. Me parece algo a veces incluso ruin. He preferido apegarme a la cultura por la vía de la lectura. Soy un lector profesional de poesía desde adolescente. Un yonki del verso. Solo voy a presentaciones de libros de amigos, pero porque eso es una celebración de la amistad.
—¿Se escribe mejor en la intemperie?
—No sé si se vive mejor, pero efectivamente se escribe mejor. Porque esa vida social acaba arrastrándote una moda o a un momento. La soledad es al fin y al cabo la mejor manera de estar más cerca de uno mismo.
—Ha pasado etapas de años en las que apenas ha escrito… ¿Ha llegado a perder la fe en la poesía?
—Jamás, nunca, nada.
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