Según Heródoto, los griegos llamaban Europa a la zona central de Grecia, y solo más tarde el nombre se extendió a todo el continente. De hecho, el mundo clásico concebía las fronteras (palabra que etimológicamente significa «puerta», la cual puede abrirse o cerrarse según quién se encuentre ante ella) como un fenómeno cultural y casi nunca como un dato geopolítico.
La Grecia antigua no era más que un conjunto de promontorios e islas en el azul del mar. Cada ciudad-estado adoptaba sus propias leyes, su propia organización política (la democracia en Atenas, la tiranía en Esparta), su moneda, sus cultos e incluso su dialecto.
Hasta 1821 (después de Cristo, año de la independencia de Grecia), jamás existió un Estado griego, y las guerras internas fueron incesantes desde Troya en adelante. Por tanto, lo que unía a los griegos no era una bandera política, sino un inquebrantable sentimiento de pertenencia cultural. Era la idea misma de helenismo la que permitía a pueblos distintos poder decir: nosotros, los griegos.
Mil y mil años después, Europa sigue cabalgando sobre las olas del Mediterráneo, pero el toro que la lleva sobre sus hombros ya no es Zeus, sino una sombra incierta, moldeada por los vientos de la historia y las contradicciones modernas. El mito cede al tiempo, y la joven fenicia hoy se despierta en un continente que lleva su nombre, pero que lucha por reconocerse y por reconocer a sus habitantes.
La Unión Europea sufre del mal contrario: sus fronteras geopolíticas son precisas, la moneda es única, al igual que sus leyes, pero sus ciudadanos tienen dificultades para emplear el pronombre de primera persona plural y enarbolan cada uno la bandera de sus propios intereses y diferencias.
La visión clásica de Europa como cruce de civilizaciones y fusión de culturas parece un eco lejano. Antaño tierra de héroes y poetas, de filósofos y estrategas, se encuentra ahora envuelta en una niebla de identidades perdidas y tensiones no resueltas. Su antigua alma, forjada en el diálogo entre Atenea y Ulises, entre el oráculo de Delfos y la lógica aristotélica, se enfrenta al sordo estruendo de los mercados financieros y las amenazas extranjeras.
Sin embargo, en el corazón de la crisis, la voz de Casandra aún resuena, advirtiendo sobre los peligros de la fragmentación, mientras Prometeo encadenado recuerda el valor del sacrificio por el bien común.
Si Europa quiere renacer, deberá reencontrar su esencia en el mito que la engendró: no solo como espacio geográfico sino como idea, como sueño, como promesa de unión en la diversidad.
Tal vez un nuevo Homero deba encantar a los pueblos con su canto, o una nueva Pitia deba ofrecer oráculos que guíen las decisiones. Pero lo que es seguro es que el viaje de Europa aún no ha concluido: sigue cabalgando sobre las olas del tiempo, suspendida entre un pasado mítico y un futuro aún por escribir.
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