la trasatlántica
De por dentro
Con ojos de Quevedo vivimos hoy un espectáculo de incompetencia profesional e insolvencia moral que se expresa en políticas de delirio
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El orden mundial tal como fue establecido en 1945 está roto, o cuando menos en una pausa agónica —por decirlo con mesura—. Nada es como era el 19 de enero de este año en lo que antes llamábamos Occidente y en los últimos años ... tuvimos que aprender a llamar algo así como «los países económicamente significativos a escala global en los que se hablan lenguas europeas».
Parte del problema está ahí: hay un acuerdo más o menos general en las izquierdas estadounidenses –si las hubiera– sobre el hecho de que la mano se nos pasó en grande con la sustitución de las políticas de clase por las políticas identitarias. Pero eso no significa que haya que sustituir al orden mundial con algo borroso y primitivo que acabe con el periodo de bonanza más largo y generoso que ha visto una parte considerable de la humanidad. Nunca hubo tanta comida, nunca hubo tanta medicina, nunca hubo tantos libros y universidades, ni fueron tan accesibles.
La quiebra de ese sistema, a pesar de sus defectos, es una catástrofe. Las alianzas convencionales entre países están rotas, los mercados sujetos al capricho de un hombre de negocios con más talento para hacer tele que para hacer negocios, y lo que quiere sustituir al antiguo régimen internacional no es otro sistema, sino la urgencia atronadora de un narcisista sin freno por, simultáneamente, expandir el territorio nacional y ganarse el premio Nobel de la paz —el único que uno se puede ganar perteneciendo al tipo de los que rompen todo lo que tocan—.
En el mero quid de la catástrofe, lo que hay, viendo a los Estados Unidos quevedianamente de por dentro, es lo mismo que veía don Francisco en el tránsito entre los Felipes tercero y cuarto: un espectáculo de incompetencia profesional e insolvencia moral que se expresa en políticas de delirio.
El mundo al revés, pero lo insoportable, visto de por dentro, es la tormenta de provocaciones
Los caprichos no son menores. Un lunes existe la zona de libre comercio norteamericana —la más rica, poblada y productiva del mundo—, y el martes en la mañana deja de existir. Regresa el jueves, pero con el anuncio de que ahora sí se va a acabar en abril. Un residente legal puede ser detenido, debido a sus ideas políticas, por la policía de migración. La detención es a todas luces ilegal, pero la gente que se ocupa de aplicar la ley, dice que no.
Un día se habla de prosperidad sin límites y al siguiente de la necesidad de adoptar disciplinas dolorosas para poder vengarnos de ¡nuestros aliados! Nadie sabe nada de gobernar en el gobierno y su obertura es correr a los burócratas, que cuando menos saben lo que hacen. El ministro de Salud opina que es tan importante tomar aceite de hígado de bacalao como vacunarse.
El mundo al revés, pero lo insoportable, visto de por dentro, no es la imagen de la república metiéndose el pie todo el tiempo, el ataque a la prosperidad y las libertades generales, sino la tormenta de provocaciones. Desde el 20 de enero Estados Unidos genera todos los días más noticias que todos los demás países juntos y todas tienen como centro la agobiante imagen del presidente moviendo su dedito, haciéndose el chistoso, maltratando a gente valiosa, celebrando monstruos. La política como espectáculo y nada más.
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