Víctor Pablo Pérez y la prueba del nueve

Wagner afirmó que con la «Novena» de Beethoven la sinfonía había dado un salto hacia la obra de arte total y aquellas palabras infundieron al nueve un aura mística. El nueve venía a ser la culminación, la apoteosis, el logro supremo. También el legado último. Por eso, cada novena conlleva desde entonces un sentido de despedida, es el acercamiento a un límite que ningún ser humano puede franquear. Schubert deja su Novena guardada en los cajones (la encontrará Schumann) y muere mientras se prepara para acometer otras.

Dvorák reúne en su «Novena sinfonía» nada menos que el viejo y el nuevo mundo: Europa y América. Nadie se atreve a sobrepasar el fatídico número por temor reverencial (sería un atrevimiento pretender superar al maestro). Bruckner muere sin terminar su «Sinfonía nº 9», pero jugaba con dados trucados: sus dos primeras sinfonías están numeradas como «cero» y «doble cero». Mahler veía en el nueve un presagio de muerte; tratar de franquearlo era desafiar al propio destino. «La canción de la Tierra» bien habría podido ser su novena sinfonía, pero el compositor la sacó del canon para ganar tiempo. Superstición o no, mientras escribía la novena se le diagnosticó una grave enfermedad cardíaca que le llevó a la tumba antes de terminar la décima.

En el conjunto de las quince sinfonías de Shostakovich , la «Número 9» no destaca como una de las más ambiciosas. La «Cuarta sinfonía» había sido su infierno, la «Quinta» su resurrección y cualquier otra podía ser su sentencia de muerte bajo el terror estalinista , así que el número nueve no le infundía ningún respeto especial. Para alcanzar la cifra redonda de «nueve Novenas», el programa se ha completado con la «Sinfonía nº 9» de Ramón Garay , una obra que corre el riesgo de quedar aplastada entre tamaña compañía, pero es el testimonio de que también l os músicos españoles le han hincado el diente a la novena.

Trece horas de música, desde las 11 de la mañana hasta las 12 de la noche, esperan a los valientes que quieran enfrentarse al reto de las «Nueve novenas». El maratón musical tiene rasgos que sobrepasan la experiencia corriente del concierto tradicional. No es sólo algo más, es sobre todo algo distinto: un ejercicio de resistencia , un atracón en el que la suma total prevalece sobre los detalles, un empacho del que el melómano sale aturdido, pero acaso con la sensación de estar levitando junto a la música .

Además del menú, hay que considerar la organización de los platos. La «Novena» de Beethoven no se sirve aquí en último lugar, como culminación del festín, sino en horario de almuerzo (11 horas). Como último plato, se ofrece en cambio a Mahler, es decir, una despedida con aires de trascendencia y regusto pesimista. Quizá algunos hubiesen preferido marcharse con los acentos optimistas y apoteósicos de Beethoven, pero esta decisión de Víctor Pablo no deja de ser un espejo del momento que nos corresponde vivir.