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Rimbaud, millonario en pulgas

Para hacerse rico, Arthur Rimbaud viajó a África. En sus cartas dejó constancia de que hay sueños que no se cumplen

Arthur Rimbaud, autor de «Cartas de África»

EDUARDO JORDÁ

A los 20 años, Rimbaud decide huir de la poesía, es decir, de sí mismo. Lo único que le interesa es el aire marino, los climas remotos, «nadar, aplastar la hierba, cazar, fumar» (todo estaba profetizado en «Una temporada en el infierno»). Ya no es un poeta, sino tan sólo poesía, es decir, palabras, visiones, humo, nada. «Yo es otro».

En 1876, a los 22 años, llega a pie a Holanda y se alista como soldado en las fuerzas coloniales . Destinado a Java, deserta nada más llegar y se pierde en el interior de la selva. Cuando regresa en un barco inglés a Europa, al pasar frente a la isla de Santa Helena, Rimbaud se lanza al agua porque quiere conocer el lugar de cautiverio de Napoleón. Un marino logra rescatarlo y se salva de milagro.

Y luego, a los veintiséis años, Rimbaud emprende el viaje definitivo a África . Entre 1880 y 1891 trabaja en Adén y en Harar, Abisinia (así se decía entonces), como agente comercial. ¿Qué busca en África? Hacerse rico. Y para ello se dedica a comerciar con cuero, café y sobre todo armas. El negocio parece muy fácil: la empresa de Rimbaud compra en Europa viejos fusiles de pistón por seis o siete francos y luego Rimbaud se los vende al rey Menelik por unos 40 francos. Pero los sueños de hacerse rico jamás se hacen realidad: «Es fácil ser millonario en África… ¡un millonario en pulgas!», escribió en una de sus cartas a su madre y hermana.

El negocio parece fácil: compra en Europa viejos fusiles y luego se los vende al rey Menelik

En estas «Cartas de África» poco queda del Rimbaud que desquició a Verlaine hasta el punto de que su amigo (y amante) acabó pegándole un tiro. En Harar, Rimbaud sólo quería llegar a ser un buen agente comercial. No paró de trabajar y de hacer larguísimos viajes a caballo. Vivió con dos mujeres nativas , aunque también tuvo una relación muy estrecha con su criado Djami Wadai.

Un día, Rimbaud pagó 2.000 francos por una cámara fotográfica, con el vago sueño de ganar dinero como fot ógrafo. En Harar se hizo cuatro autorretratos, pero los reveló con unos líquidos tan malos que los resultados fueron de pésima calidad. Una foto era tan borrosa que Rimbaud parecía tener la piel negra. Una vez más, yo era otro. Y tanto que sí.

La pierna derecha

En mayo de 1883 escribió a su madre que se arrepentía de no haberse casado y tener una familia . Más tarde le preguntaba dónde podía invertir los 15.000 francos en oro que había ahorrado: «¿Puedo tener una renta vitalicia a mi edad?». Quizá sea la frase menos rimbaudiana que podamos imaginar.

En «Una temporada en el infierno», Rimbaud había escrito que «las mujeres cuidan a esos inválidos feroces que retornan de las tierras calientes». Y eso mismo le ocurrió cuando tuvo que regresar a Francia por culpa de un fortísimo dolor en la pierna que acabó siendo un cáncer óseo. Cuando le amputaron la pierna derecha, su hermana Isabelle tuvo que cuidarlo en un hospital de Marsella. Y en el último momento, l a poesía regresó en forma de visiones y alucinaciones africanas . La víspera de su muerte le dictó una carta a su hermana: «Señor director, estoy completamente paralizado pero deseo embarcar muy pronto dígame a qué hora debo ser transportado a bordo». El barco, no hace falta decirlo, era el barco borracho.

Esta edición bilingüe tiene unas magníficas ilustraciones de Hugo Pratt (al fin y al cabo, su Corto Maltés fue uno de los muchos herederos espirituales de Rimbaud), además de un prólogo muy útil de Manuel Ruiz Rico y una buena traducción de Marta Cabanillas. No se puede pedir más.

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