ARTE
Óscar Domínguez, indescifrable
Guillermo de Osma recupera «el triple trazo», el momento más logrado de la carrera del pintor, y el que le desvincula de tópicos
Carlos Delgado Mayordomo
Gracias al desmontaje de los grandes relatos pueden emerger figuras ensombrecidas. Es el caso de Óscar Domínguez (1906-1957), cuya pertenencia al Surrealismo ha limitado las aproximaciones críticas a su producción. La historiografía siempre ha mostrado especial interés por sus obras ... de los años treinta, cuando entra en contacto con el grupo de vanguardia francés, y donde incorporaba motivos dalinianos, pero también de Picasso, Magritte, Tanguy o Max Ernst . Eran lienzos dotados de un fino sentido del humor, articulados con representaciones de objetos, paisajes solitarios y cuerpos polimorfos que situaron al artista como lúcido epígono de la ortodoxia más puramente surrealista.
Hacia 1948, la obra de Domínguez inicia un trayecto inesperado: los motivos que hasta entonces le había obsesionado adquieren una nueva forma. Es el resultado de una evolución basada en la economía de medios , así como en el acto premeditado de desprenderse de las influencias que cuestionaban la autonomía de su discurso.
Ingravidez acentuada
A partir de ahora, será inevitable leer al artista más allá de la readaptación de estrategias surrealistas: el color adquiere una poderosa dimensión lírica , pero sobre todo destaca un sentido esquemático del dibujo que le permite acentuar la ingravidez de la forma. Este periodo es el que recoge la individual que le dedica la galería Guillermo de Osma , con obras realizadas entre 1948 y 1952, y que confirman un desvío de su identidad como «el drago de Canarias», según fórmula poética bretoniana , hacia terrenos que exigen nuevos parámetros de análisis.
La exposición muestra obras de un cromatismo luminoso, que rebaten los tonos apagados de sus producciones precedentes y aportan un nuevo sentido del espacio pictórico. Pero la principal novedad se encuentra en una técnica que Domínguez denominó de «triple trazo» y que él mismo consideró el momento más logrado de su carrera: los perfiles de las figuras son convocados por un fino trazo que es rodeado, a su vez, de un margen en blanco que nunca entra en contacto con el color. Existe, por tanto, una suerte de sutil ingravidez donde los objetos quedan aislados del entorno . Esta «etapa esquemática», como la denominó Fernando Castro en su pionera monografía de 1978, revela un giro esencial en la producción de Domínguez: la composición es afrontada como problema a resolver a través de la relación mesurada entre el fondo y sus figuras.
Durante este periodo, muchos temas recurrentes se mantienen, pero no se ubican en territorios dramáticos ni en paisajes del subconsciente, sino en una cotidianidad luminosa que integra lo desconocido. El tópico de la mujer reclinada, las tauromaquias o los bodegones son temas que el artista empieza a abordar desde la síntesis. De estos años son sus ateliers , de enorme interés no sólo por su sentido metapictórico, sino porque en ellos encontramos algunas de sus imágenes más complejas: como señala Lázaro Santana , estas obras «están a punto de incidir en lo decorativo, pero escapan indemnes por el férreo control formal que el pintor ejerce en su trabajo». La cita descubre a un Domínguez en plena ebullición, justo en el momento en el que inicia un sustancioso cambio en su discurso, situado entre la complejidad de lo indescifrable y la transparencia de una belleza sin retórica.
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