POESÍA
Orlando Mondragón: «La medicina y la poesía comparten un mismo origen, la magia»
Orlando Mondragón es psiquiatra y también poeta. Con ‘Cuadernos de patología humana’, un libro en el que volcó su experiencia en urgencias, se convirtió en el autor más joven de la historia en ganar el presitigioso premio Loewe
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Iniciar sesiónA Orlando Mondragón (México, 1993) la vida le cambió durante su internado de medicina, cuando empezó a ver cómo morían pacientes todos los días. De pronto el dolor ajeno se volvió algo cotidiano, y esas imágenes de hombres y mujeres terminales se le ... quedaron pegadas a la retina. También los olores, el tacto, el sonido. El peso del tiempo. Bip, bip, bip. El sufrimiento. El cansancio. Aquello era una catarata de sensaciones que terminó desembocando en un libro de poemas, uniendo por destino o por capricho –quién sabe– sus dos vocaciones de siempre. ‘Cuadernos de patología humana’ (Visor), que así se llama la obra en cuestión, convirtió a su autor en el más joven de la historia en ganar el prestigioso premio Loewe . «Ahora mis amigos y compañeros se burlan a cada rato de que escriba poesía», confiesa entre risas al otro lado de la pantalla, desde el hospital psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, el más grande del país, donde realiza su residencia en psiquiatría. Las batas y las letras, ya se sabe.
—Su libro propone un matrimonio extraño. ¿Qué tienen que ver la medicina y la poesía?
—Yo siento que la literatura y la medicina han convergido desde la ‘Ilíada’, porque ahí Homero describe las heridas de guerra de los personajes y la forma de cómo curarlas. Medicina y poesía comparten el mismo origen: la magia. En los templos dedicados a Apolo, que es el dios de la magia y la sanación, pero también de la poesía, había una especie de danza, posteriormente conocida como catarsis, en la que se mezclaban la poesía y los cantos ceremoniales. A través de la palabra buscaban sanar el cuerpo enfermo al tiempo que buscaban la belleza: poesía y medicina. Y después, claro, esos caminos se separaron.
—¿Cómo convive con esas dos vocaciones?
—No puedo separar estas dos entidades, no soy como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Están mezcladas, interconectadas.
—«Acomodar los rostros en bolsas de basura / para no llevarlos conmigo a casa», escribe en uno de sus poemas. ¿Hay que poner barreras al dolor?
—No todas las historias pueden dolerte de la misma manera, porque no sería sano. Hay cierta distancia que uno puede poner, aunque nunca se logra del todo: siempre hay un paciente que te deja pensando si has hecho el diagnóstico correcto, si has preguntado lo suficiente. U otro paciente que te recuerda a tu tío, o a tu papá… Es imposible escindirse de ese contacto que tenemos con otro ser humano.
—Todo el libro transcurre en una noche de guardia, pero parece una vida. Es como si el tiempo en el hospital corriera distinto. «La eternidad cabe entre dos latidos», dice en un poema.
—Es extraño. El tiempo en el hospital se detiene. Para los enfermos, sí, pero también para los médicos. Y se vuelve muy pesado, porque siempre hay cosas que hacer. A veces pasa muy rápido, en otros momentos se lentifica… La medicina se trata de acompañar, y ese acompañamiento tiene mucho de espera. De ver cómo va a reaccionar el cuerpo, de comprobar si la sustancia suministrada es la correcta. Y de esa espera se deriva que el tiempo pase tan distinto entre estas paredes blancas [y abre los brazos].
—¿Cómo es ese contacto cotidiano con la muerte? ¿Cómo lo transforma a uno?
—Mucho, y en muchos aspectos, sobre todo porque no hay una preparación formal en las escuelas de medicina. Nadie que te diga cómo afrontarlo, cómo ponerle cara a estas situaciones. El conocimiento médico ha crecido y es inabarcable, pero el sistema educativo va desplazando a las humanidades: estamos dejando de lado la parte humanística para dar cabida a los datos puros y duros, y eso es algo que está agrediendo la educación general… En el momento del internado esto fue algo que me impactó: estar viendo pacientes morir todos los días, pacientes enfermos, terminales. Es imposible no involucrarse emocionalmente. A veces la vida, el azar, el destino, no está de tu lado. Y el paciente fallece. Y es difícil poner una frontera.
—¿Un médico necesita ser un humanista?
—Por supuesto, es algo necesario. Necesitas empatía para poder trabajar. La empatía entendida como ponerse en la piel del otro, saber cómo el paciente vive la enfermedad, cuáles son sus preocupaciones, cuáles son sus síntomas. Es muy necesario. Y eso lo dan las humanidades, la filosofía, la literatura, que nos enseñan cómo cargar con toda esta humanidad a cuestas.
—¿Ha cambiado mucho su trabajo tras la pandemia?
—Lo que vino a poner de manifiesto la pandemia fue que la relación entre médico y paciente no es unilateral, que no solo fluye del médico al paciente, sino que es bidireccional. Que el médico no es un ente frío que camina por los hospitales con mala cara, que también hay una humanidad por ahí. Aunque esté escondida, muy escondida.
—La cita que abre el libro, de Héctor Viel Temperley, alude a otro redescubrimiento que tuvimos con la pandemia: «Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo».
—Ese epígrafe es del poemario ‘Hospital británico’, que él escribe como paciente. Y claro, la pandemia fue un redescubrimiento de la propia mortalidad. Uno, como médico, siempre piensa que va a estar del lado de la salud. Pero no siempre es así, a veces se cambian los papeles. Por eso incluyo un poema que habla justo de eso: de una amiga que se autodiagnostica cáncer. De repente su bata de médico no la protege, está vulnerable…
—Las situaciones del hospital son situaciones límite, extremas. Y ahí, en ese abismo, la gente habla de otra forma, dice otras cosas, tal vez más ciertas.
—En esos momentos uno se guía por la emoción, no hay tiempo para racionalizar. Y hay emociones que uno tiene ocultas dentro de sí, ciertas emociones que no pueden ser calificadas como positivas. Y eso también lo quería explorar: cómo un paciente nos hace sentir asco, temor, hartazgo, deseo, envidia. Son emociones humanas, cosas que suceden, que están ahí siempre, latiendo de manera oculta.
—Le cito: «Pero el dolor / no requiere de una herida. / La enfermedad no enseña».
—[Ríe] Es que la enfermedad existe, solamente existe. No tiene ningún propósito. El sentido que se le otorga se lo damos nosotros. Algunas enfermedades son productos del azar. Ahora les dan el término de genético: mala suerte. No hay ningún propósito en la enfermedad, no la necesitamos para crecer, para que nos dé lecciones a la humanidad. No es una manera de expiación, tampoco. Si la viéramos como fuente de expiación cargaríamos con algo de culpa, pero no tenemos ninguna culpa cuando enfermamos. Así que no, no creo que la enfermedad enseñe.
—Por eso no salimos mejores de la pandemia…
—De aquellos aplausos primeros ya no queda mucho. Es la condición de la humanidad: repetir nuestros errores.
—Hay pocas metáforas en el libro, como si la metáfora se llevara mal con la enfermedad, como alertó Susan Sontag.
—En algún momento traté de utilizar más recursos poéticos para embellecer más el libro, pero había algo que me exigía la parquedad del lenguaje, la frialdad, la distancia. Y creo que todo un poema llega a ser una metáfora de algo, una metáfora ausente.
—¿Por qué eligió la psiquiatría como especialidad?
—En parte porque la psiquiatría tiene todo que ver con la literatura. Como psiquiatra, uno estudia las anomalías del pensamiento y de la emoción. Y la literatura es eso: la historia del pensamiento y la emoción. La psiquiatría se encarga de estudiar lo que nos configura como seres humanos, este yo que nos contiene y de pronto se desborda. Me interesa cómo apenas una experiencia, cómo apenas una sustancia química en el cerebro puede trastocar todo lo que nos configura como individuos. Me parece maravilloso. Interesante. Y también terrible. Pero para eso estamos los médicos: para estudiar lo terrible, también.
—Por cierto, ¿cuánta verdad hay en este ‘Cuaderno de patología humana’?
—Hay mucho de lo que a mí me sucedió durante el internado médico. Muchas experiencias, como la tener un niño que nace muerto en las manos. Y fue una de mis amigas más cercanas la que se autodiagnosticó durante la pandemia un cáncer de tiroides. También he tomado prestadas cosas que vivieron alguno de mis compañeros. Hay muchas experiencias reales, pero creo que siempre hay una especie de traición cuando uno escribe: pasar de este sistema con cinco elementos (olfato, vista, gusto, oído, tacto) a un sistema como la escritura, que solo tiene la palabra, es traicionar un poco la realidad.
—Le cito de nuevo: «Traduzco ese idioma / escondido entre el silencio y la carne». Es una buena descripción de su labor en este libro.
—Sí, podría pensarse así. Como médicos hacemos traducciones del cuerpo al lenguaje técnico de la medicina. Cuando un paciente nos dice «es que, cuando respiro escucho que me silban los pulmones», nosotros decimos: «Claro, eso es una sibilancia». Siempre el modo en el que se refieren los pacientes a sus propios síntomas es mucho más poético, más bello que el lenguaje técnico de los médicos. Pero uno tiene que hacer esa traducción para poder homogeneizarlo y que sea entendible. Porque un médico es un traductor.
—Otra vez la literatura, la palabra.
—Es que es impresionante la cantidad de cosas que te dicen los pacientes. Recuerdo que uno me decía: «Tengo una sensación aquí en la boca del estómago que es como dolor, pero sin dolor, una especie de vacío, como de que algo me falta». Y nada, entonces me puse a explorar, que también es la tarea del médico, ser un poco detective: no por nada Conan Doyle creó a Sherlock Holmes. Y al final el hombre tenía gastritis. Ese vacío tan poético era gastritis [ríe]. Los pacientes se sirven muchas veces de metáforas para explicar su dolor porque no tienen otro lenguaje y tienen que inventárselo.
—Entonces, ¿el paciente es más poeta que el médico?
—Muchas veces sí. Pero es que todos usamos las metáforas todo el tiempo. No te das cuenta, pero dices «tengo una tos de perro». Y es una metáfora que nos acerca a la animalidad a través de ese síntoma. Pero el médico tiene que ser concreto, preciso.
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