LIBROS

Leópolis, mítico epicentro literario de la Ucrania que resiste

Lvov,Lviv, Lwow, Lemberg, Leópolis... Galimatías de nombres para la capital de la Galitzia austrohúngara, foco intelectual que daría algunos de los genios de las letras del siglo XX

Soldados soviéticos en la ofensiva a Leópolis en la II Guerra Mundial

En el que sería su magnífico testimonio, o legado final, su libro ‘El refugio de la memoria’ (Taurus), el estudioso británico, especialista en la historia europea, Tony Judt , expresaría su sentimiento de culpa por haberse formado durante años, como europeo e historiador, de espaldas ... a todo el devenir que tenía lugar, en la misma época y de forma paralela, en una agitada y muy sufrida Europa del Este : «Tal vez -yo, joven alumno de Cambridge- habría podido sentirme menos superior si hubiera sabido más acerca de lo que estaba pasando a unas 1.000 millas al este de nuestro continente. Ese era el grado de hermetismo que había alcanzado el cerrado mundo de la Guerra Fría en Europa occidental: que yo -un aventajado estudiante de Historia, de ascendencia judía de la Europa del Este, que dominaba varios idiomas y que había viajado mucho por la mitad de mi continente- fuera profundamente ignorante de los acontecimientos convulsos que se estaban produciendo por entonces en el centro y el este del continente». También lo diría, desde el otro lado de este histórico desconocimiento, Czeslaw Milosz, el gran poeta y ensayista polaco de ‘El pensamiento cautivo’ (Galaxia Gutenberg), premio Nobel de Literatura en 1980, en su libro ‘Mi Europa’ (Galaxia Gutenberg): «Con ‘Mi Europa’ mi intención era introducir en el mapa de la literatura todo aquel galimatías del Este. ¿Por qué habían dividido Europa en dos, y a nosotros nos habían echado a aquella ‘oscuridad interior’? ¿Por qué nuestras desgracias no les interesaban en absoluto?».

Un galimatías de nombres, muchas veces cambiantes a lo largo de la historia, dependiendo del último invasor o señor de aquellas tierras, en el que se llevaría la palma la bellísima ciudad de Lvov -la Leópolis de los latinos o la Lemberg de los alemanes-, antigua capital de la mítica Galitzia austrohúngara, de raigambre netamente literaria. Una región (hoy recordada de forma estelar en magníficos libros como ‘ ¡Calle Este-Oeste’, de Philippe Sands , en Anagrama) o epicentro literario periférico, como lo fue la Praga de Kafka o el Dublín de Joyce, que daría a la historia algunos de los mayores genios literarios del pasado siglo XX, como es el caso de Joseph Roth, Bruno Schulz, Józef Wittlin, Andrzej Kúsniewicz, Stanisław Lem, Shmuel Yosef Agnon (único premio Nobel de Literatura en lengua hebrea, de 1966) y Adam Zagajewski, además de otros como Soma Morgenstern y el memorialista Manès Sperber, o en el siglo XIX, Leopold von Sacher-Masoch.

Vaivenes de fronteras

«Mi infancia -recordaría el poeta Adam Zagajewski en su libro ‘Dos ciudades’ (Acantilado)- transcurrió en una fea ciudad industrial. Me llevaron allí cuando apenas tenía cuatro meses de vida y, más tarde, oiría hablar durante años de Lvov, la ciudad extraordinariamente hermosa que mi familia había tenido que abandonar». La suya sería una existencia sellada por el destierro , nada más nacer, al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Una ciudad natal no vivida, la bella y mágica Lvov; otra del éxodo obligado, el de muchos polacos galitzianos, Gliwice, población alemana de Silesia que Polonia, en esos frecuentes vaivenes de fronteras del Este europeo «que se movían» sin cesar, acababa de anexionarse. En su melancólico libro ‘Una leve exageración’ (Acantilado), esa no-existencia arrastrada a diario por él y su familia en sus primeros años de vida tendrá un fuerte protagonismo. Ahí estaban presentes, una y otra vez, «los guardianes» de la memoria de aquella cautivadora y mítica ciudad natal un día abandonada. Muchos polacos, como fue el caso de la familia de Zagajewski, sufrirían esa suerte y se vieron obligados a abandonar Lvov tras el reparto de zonas y tras quedar esta parte en manos soviéticas. De repente, todos ellos entraron a formar parte de una añorante y muy poco asimilada «comunidad de desterrados» en Silesia. Una comunidad de inconsolables heridas y cicatrices compartidas. Un mundo «diferente»: «Todos -dirá- formábamos parte de la comunidad de desterrados».

«¡Mi Lvov! Mía, aunque no nací en ella. Cierta o equivocadamente uno es considerado lvoviano, uno presume de ello», diría por su parte el escritor polaco Józef Wittlin (Dymitrow, Galitzia, 1896-Nueva York, 1976) autor de una de las más geniales novelas sobre la Primera Guerra Mundial, ‘La sal de la Tierra’ (Minúscula), gran amigo de otro legendario galitziano austrohúngaro, Joseph Roth , en su legendaria obra que precisamente llevaría ese título, ‘Mi Lvov’ (Pre-Textos). Un territorio multiétnico, antaño con una numerosa -y trágicamente liquidada- población judía, reflejado por el historiador Omer Bartov (Israel, 1954) en su magnífica obra ‘Borrados’ (Malpaso), dedicada a «los judíos de Galitzia, que serían aniquilados dos veces: por los nazis en la vida física y en la memoria por la Unión Soviética y más tarde por la Ucrania independiente». Zona fronteriza situada al este de la Europa central, Galitzia recibía la influencia de las culturas polaca, alemana y austriaca, pero también estaba abierta a las amplias planicies, los bosques y la estepa del occidente de Rusia y Asia, «vastos territorios -dirá Bartov- para los que Europa no era más que un rumor».

Lamentablemente, como sucede tantas veces en la Historia, cuando llegara la hora de independizarse, esos territorios mezclados secularmente muchas veces tenderían a la homogeneización nacional. «Lviv es una ventana al mundo de la Ucrania Occidental -continuaba diciendo Bartov-, pero cuando hoy uno viaja a la Galitzia profunda, descubre ejemplos continuos de autoglorificación ucraniana, junto con sorprendentes casos de abandono y supresión de todos los signos del pasado multiétnico de ese territorio». Un territorio que, incluso dentro de la diáspora, en las comunidades judías de la Europa occidental, se vio en su día siempre con recelo y numerosos prejuicios, como decía, triste y nostálgicamente, el inolvidable autor de ‘La marcha Radetzky’ (Alianza) Joseph Roth (Brody, Galitzia, 1894-París 1939): «Esta región tiene mala fama en la Europa occidental. A nuestra complacida y arrogante cultura le gusta asociar Galitzia con la miseria, la deshonestidad y los canallas».

Aquella antigua Galitzia austrohúngara estaría enclavada fatalmente en el interior de un eterno conflicto latente

Aquella antigua Galitzia austrohúngara (hoy dividida entre Polonia y Ucrania) que tras el fin de la Primera Guerra Mundial pasaría a manos de la recién independizada Polonia, para luego integrarse en el Tercer Reich y tras el fin de la Segunda Guerra Mundial pasar a ser una República Socialista Soviética -y desde 1991 por fin una Ucrania independiente- estaría enclavada fatalmente en el interior de un eterno conflicto latente, como se ha demostrado ahora con ese «país de fronteras» por excelencia. Un tormentoso cruce de caminos, frecuente «botín de guerra» disputado tradicionalmente por ardorosos pretendientes. Un botín que en sí cerraría por el Este el continente europeo. Si nuestra Galicia española es el ‘Finis Terrae’ por Occidente, por el lado oriental la siempre disputada Galitzia sería el ‘Finis Terrae’ del Este europeo.

Polvorín

Enclave eslavo y a la vez polvorín de múltiples memorias históricas confluyendo en un mismo sitio, Ucrania, con sus vastas y fértiles llanuras proclives a golosos invasores, ha despertado desde siempre un ávido apetito para numerosos vecinos: rusos, polacos, austríacos, alemanes y lituanos. En realidad, su propio nombre ya generaría toda esa inquietud geopolítica. Un nombre que significa ‘borde’, ‘paso de frontera’ o bien, simplemente, ‘confines’. Un lugar que durante años ofrecería a una Europa occidental mimada, desencantada, adormecida y, periódicamente, imbuida de suicidas tentaciones euroescépticas, numerosas y sorprendentes lecciones de coraje, desde las concentraciones en la Plaza de Maidan de 2013 hasta la salvaje invasión rusa a su tierra soberana.

Si ahora leemos libros de los más eminentes e internacionalmente difundidos talentos literarios de este enclave, hoy mártir, en numerosas ocasiones los ecos de la tragedia actual «ya estaban allí». «Sobrevivir entre rusos y alemanes -dirá en su magnífica colección de ensayos ‘El último territorio’, en Acantilado, el gran escritor actual en lengua ucraniana Yuri Andrujovich -. Ésa es la predestinación histórica de la Europa Central: que vienen los alemanes, que vienen los rusos. Esa era también la adversidad de quienes a lo largo de la historia fueron sospechosos de ser galitzianos: los rusos los exterminaban porque colaboraban con los alemanes, los alemanes por su colaboración con los rusos».

Utopías totalitarias

Nacido en Ivano-Frankivsk en 1960, un lugar enclavado en la Ucrania occidental, en la antigua Galitzia austrohúngara, Andrujovich es autor de un maravilloso homenaje a nuestro atribulado continente, ‘Mi Europa’, escrito mano a mano con otro gran autor de su generación, el polaco Andrzej Stasiuk . Un libro por el que Andrujovich navegaría melancólica y apasionadamente por «esa eterna zona transitoria» que se vio obligada siempre a sobrevivir «entre rusos y alemanes». O entre múltiples infiernos sucesivos: desde los de las utopías totalitarias a los de los ultranacionalismos xenófobos y racistas que se llevaron por delante minorías, como los judíos, ampliamente documentadas en el terrible ‘Libro negro’ de Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg (G. Gutenberg) y en estremecedores ensayos como los del historiador Saul Friedländer (‘El Tercer Reich y los judíos’, 1939-1945, G. Gutenberg). Una población judía muy numerosa en aquellas tierras en lugares como Drohobycz (la ciudad, cercana a Lvov, donde nació y fue asesinado por los nazis en 1942 Bruno Schulz), Równe, Brody, Pinsk (en Bielorrusia, cerca de la frontera) o el mismo Jaroslaw, en la provincia de Lvov, donde en 1931 el 60% de la población era judía.

Se calcula que de los 800.000 judíos galitzianos de antes de la Primera Guerra Mundial, entre 200.000 y 300.000 huyeron de la pobreza y del antisemitismo hacia la Europa occidental y a los Estados Unidos a comienzos del pasado siglo. El resto, aproximadamente un 70%, serían exterminados durante el Holocausto.

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