LIBROS
Louis Aragon, el paseante más insólito
Louis Aragon, uno de los «padres» del surrealismo, abordó el paisaje parisino de una forma nueva y sorprendente, inédita. Fue en «El aldeano de París». Los escaparates, los parques y jardines se convertían en personajes. Territorio «flâneur»
Louis Andrieux, alias Louis Aragon, autor de «El aldeano de París»
Si recordamos que un contemporáneo de Louis Aragon tan poco complaciente como el escritor y crítico Guillermo de Torre ya señalaba que «Le Paysan de Paris», publicado en 1926 , era «su libro mejor e insuperado, reinvención mítica de algunos lugares de esa ciudad», ... nos hacemos una idea de la consideración que alcanzó la obra del joven surrealista desde su aparición. Tanto, que se le ha señalado como fuente de inspiración para el «Libro de los pasajes», esa obra compleja e inacabada de Walter Benjamin en la que París aparece convertida en el epítome de la vida contemporánea , en laboratorio de la nueva sociedad.
Esta obra esencial en la producción de Aragon, en la que, y seguimos con Guillermo de Torre, logra introducir lo maravilloso en lo cotidiano, la publica Errata Naturae con el título de «El aldeano de París», y traducción, rigurosa y cuidada, de Vanesa García Cazorla , que se suma a la editada hace casi medio siglo por Bruguera con el título de «Un campesino de París».
Verdadera plenitud
El texto del escritor francés consta de cuatro apartados, dos pequeños ensayos que contienen reflexiones teóricas y filosóficas que abren y cierran la obra -«Prefacio a una mitología moderna» y «El sueño del aldeano»- y un núcleo central formado por dos relatos independientes, « El pasaje de la Ópera » y «E l sentimiento de la naturaleza en Buttes-Chaumont », en los que tampoco faltan las especulaciones.
Con este texto de verdadera plenitud, Aragon, entonces una de las divinidades del surrealismo, renueva la literatura de los paseantes, de los «flâneurs» parisinos. Un género este que arranca de Rousseau y Restif de La Bretonne, quien aporta la visión libertina del París prerrevolucionario, que sigue en los días de los Orleans y el Imperio con Balzac y Gerard de Nerval, y que se consagra con Baudelaire , en quien la «flânerie» es método y la ciudad o, mejor, la calle, es el espacio literario esencial. Luego, Huysmans, Proust, Apollinaire, Breton, Léon-Paul Fargue , Queneau, Perec, Modiano y, por qué no, también Cortázar.
Esa extraña flor
A ellos se une Aragon con una nueva forma -la del surrealismo- de acercarse a la ciudad en la que nace la modernidad. Una mirada en la que se esquiva la certidumbre y la razón, acudiendo a lo sensible y al azar, «la única divinidad que ha sabido mantener su prestigio». Precisamente, en el «Prefacio a una mitología moderna», expone algunos de sus principios inspiradores, como la idea de que nada hay de cierto en la lógica y en el orden , mientras que el error y la subjetividad son fuente de certezas. Y es que en el «suprarrealismo», como le llamaban entonces tanto Azorín como los españoles seguidores de lo Nuevo, lo esencial era el menosprecio de la realidad, eso que Aragon llama «esa extraña flor de la razón».
«El aldeano de París» es una obra novedosa no solo por ser el resultado de la búsqueda de un nuevo lenguaje, como señala el propio Aragon en un tardío prólogo a la reedición de «Le libertinage», sino por quienes son sus protagonistas. En realidad, el personaje principal del texto es el propio escritor, quien combina la narración con la especulación teórica sin abandonar un aliento poético, habitual y notable, que se despliega a veces con un protagonismo destacado. Esta presencia continua de la poesía confirma la importancia que los surrealistas en general y André Breton en particular concedían a este género literario, considerado el auténtico medio de expresión de la subjetividad.
El libro consta dos pequeños ensayos, y un núcleo central formado por dos relatos independientes
En la obra de Aragon, los espacios urbanos más o menos recientes como los pasajes, que tenían ya más de una centuria, los objetos y los establecimientos comerciales de todo tipo, se convierten en protagonistas de la narración, lo que destaca su importancia en la ciudad. Unos elementos cotidianos que junto a los paseantes, son descubiertos d e manera casual, fruto del encuentro durante el deambular tal y como le sucedía a Ramón Gómez de la Serna , quien no pocas veces comparte la perspectiva de Aragon y de Breton, cuya proclama de «lo maravilloso siempre» la aplica en el Madrid de la misma época.
Subrayando la distancia con la novela -el género del realismo, detestado por tradicional y burgués-, la mirada de Aragon dota al Pasaje de la Ópera, a las tiendas, a los múltiples objetos que contienen y a los individuos anónimos que circulan por ese «gran ataúd de cristal» que son los pasajes, unos lugares en los que se concentra la vida, la categoría de personajes, de depositarios de valores estéticos y morales, que son la expresión de una nueva belleza. En este pasaje, presto a desaparecer, se encontraba entre otros establecimientos, de los que incluye sus tarjetas y anuncios, Le Petit Grillon, el café que acogía a los surrealistas una vez abandonada la «rive gauche».
Ilusión negra
El otro relato central, «El sentimiento de la naturaleza en Buttes-Chaumont», es tanto una digresión dedicada a este parque del noreste de París y al paseo nocturno que da junto a Breton y Marcel Noll, como un conjunto de reflexiones que se ocupan de asuntos variados, desde el tedio al mito, pasando por los jardines. En las páginas en las que evoca el parque aparece de nuevo el novedoso y surreal flâneur, en las que, en un alarde creativo, describe detalladamente el parque «con forma de gorro de dormir» y el efecto de la noche, «esa gran ilusión negra», mientras recorren los más sombríos senderos por las sinuosas alamedas.
Quizás sea en estas páginas dedicadas al parque Buttes-Chaumont donde aparece con más intensidad la originalidad de la literatura de Aragon, lo diferente de una mirada en la que predomina la búsqueda de lo distinto, de lo insólito , por medio de la imaginación. Un ejercicio literario que a veces recuerda a procedimientos cercanos a la escritura automática y en la que reviven resabios futuristas gracias a la incorporación de anuncios y textos urbanos.
Se ha señalado a «El aldeano de París» como fuente de inspiración para el «Libro de los pasajes», de Walter Benjamin
Sin duda ha sido una acertada iniciativa la de Errata Naturae publicar «El aldeano de París», en realidad una novedad editorial dado el tiempo transcurrido desde la aparición de la anterior edición española. Una recuperación que, en el género que nos ocupa, se une a otra anterior no menos afortunada que supuso la publicación de «El peatón de París», de Léon-Paul Fargue , en la misma colección. Sin embargo, y sin empañar la iniciativa, no me resisto a señalar que quizás hubiera sido mejor conservar el título empleado en su día por Noëlle Broeder y Victoria Cirlot para la traducción de Bruguera de 1979, creo que más literario, aunque hay que reconocer que García Cazorla argumenta el empleo del nuevo título.
Por cierto, que es conveniente llegar hasta el verdadero final del libro y no dejar de leer el divertido colofón, casi un microrrelato, que nos lleva de Nancy Cunard y la Puerta del Sol a Le Con d’Irène, con Aragon oculto como Albert de Routisie, y a recomendar el libro de Pere Solà Solé dedicado a la presencia del poeta y novelista en España.
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