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ARTE

Juan Genovés: «Cuando dejemos de hablar en clave de buenos y malos, “El abrazo” se habrá completado»

El nombre del pintor Juan Genovés estará siempre ligado al de uno de los hitos artísticos de la Transición: el lienzo «El abrazo». Pero su obra es más que eso. Un libro recién editado y una exposición en Avilés, junto a sus hijos, así lo atestiguan

Genovés, en su estudio en Aravaca Ignacio Gil
Javier Díaz-Guardiola

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Es consciente de que su salud es frágil (hace unos meses, una subida de tensión a modo de susto le obligó a cambiar de forma de pintar, renunciando a las «palizas» que se daba en sesiones maratonianas en el estudio), pero eso no supone que Juan Genovés (Valencia, 1930) haya reducido el ritmo de sus actividades: antes del verano inauguraba en el Centro Niemeyer de Avilés una colectiva que enfrentaba su trabajo con el de sus tres hijos (Pablo, Ana y Silvia, todos artistas). A comienzos de septiembre su labor llegaba por primera vez a Moscú, a su Museo de Arte Moderno, y esta semana se presentaba «Resistencia» ( La Fábrica ), el libro que repasa etapas de su pintura menos conocidas por haberse difundido sobre todo en el extranjero.

Ahora, en su taller (donde también tocó poner orden al descubrir que es alérgico al polvo), charlamos con él. Allí descansa su último cuadro, ya comprometido para una exposición en su galería en 2020... Genovés es historia viva del Arte de este país, artífice de uno de los iconos más poderosos de la Transición (su óleo «El abrazo»). Su charla es agradable, distendida, ordenada. Fluyen los recuerdos.

El libro de La Fábrica se titula «Resistencia». ¿Es ese un término que le define bien?

Está claro que cuando hay una dictadura, los que luchan contra ella son la resistencia, son «resistentes». Aquí no lo teníamos tan claro con la nuestra, pues siempre fuimos muy inocentes. La dictadura nos llevó a ser pacientes y a no saber demasiado de las cosas fundamentales, sobre todo sobre la democracia. De hecho, muchos ni siquiera saben que fueron «resistentes» porque lo hacían de forma clandestina y sin esperar nada a cambio. Seguro que algunos murieron, con los años, en la indigencia. Eso me ha hecho pensar en mí mismo como «resistente», como alguien que también estuvo luchando... Ahora hay hasta un grupo de rock que se llama La Resistencia... Me han fastidiado el título del libro (ríe)...

«Jaula»

¿Qué hueco llena una publicación como esta en una trayectoria tan dilatada?

El libro está hecho con el deseo de que se lea mi obra «en tiempos de la resistencia», pues no toda ha podido verse en España. Muchos cuadros, de hecho, se vendieron y ahora están en el extranjero, que son la mayoría de los que hice en esos años. Conservo unos cuantos, pero no son los mejores. Por eso es una etapa desconocida. Lo interesante sería hacer una exposición, pero parece ser que no interesa.

Es evidente que su trabajo está imbuido de una carga política considerable. ¿Sigue creyendo en la política o esta le ha defraudado?

Con demasiada rapidez se define como «político» el trabajo, no solo el mío. En el fondo, mi pintura nace de una necesidad. Yo nací en 1930, por lo tanto, la guerra me pilló de los seis a los nueve años. Los hechos que viví en ese periodo se me han quedado como un hachazo en el cerebro. Fue una necesidad para mí destilarlos de alguna forma. A los niños de entonces se nos prohibió de repente todo para pasar a pensar en cosas nuevas: no podías hablar en valenciano, por ejemplo. La gente no sabe realmente lo que es la guerra, se nombra mucho, se recrea mucho, pero lo que sale en la tele o el cine no lo podrá reproducir nunca.

«Yo siempre he querido representar la ilusión en política, el ir hacia mejor. Es mi preocupación: ¿Por qué no somos mejores?»

Yo le digo a la gente: «Si supierais lo que es una guerra, haríais todo lo posible por no repetirla nunca». Es monstruosa, no se olvida nunca, en la que el ser humano saca lo peor de sí mismo. Es también una lucha con uno mismo. Yo era muy pequeñito, me tapaban la cabeza para que no viera cosas, pero no hacía falta. Los niños no hablan, pero lo ven todo. Y yo hacía mucho eso de preguntarlo y repreguntarlo todo: «Y cuando no hay guerra, ¿hay cines?, ¿hay bailes? ¿suena la música?»... Si a lo mío se le llama arte político, pues muy bien. Para mí, cada cuadro que pintaba era una manera de quitarme un peso de encima.

Y cuando no hay guerra, Juan, ¿hay política?

(Ríe). Cuando no hay guerra... España es un desastre.

¿Y qué piensa de la situación política en la que nos encontramos hoy? Le tiene que dar la risa...

No tenemos los políticos que nos merecemos. Estamos en un momento casi trágico. La economía va bien y las cosas podrían ser más o menos estupendas, pero tenemos a unos señores que no se ponen de acuerdo. ¡Que no podría dormir -dijo el otro día uno- si negociaba con otro! Pero está todo muy desquiciado, porque en Europa también andan así. Pero se han arreglado en Italia, en Portugal, en Bruselas... ¡Para eso están los políticos! Si no, ¿para qué votamos? Estoy muy desanimado, como todo el mundo. Pero podríamos estar peor...

Declara que tiene la sensación de llevar toda la vida pintando la misma obra, y que el impulso viene del miedo, ese miedo de la guerra del que hablaba. ¿Ese temor no cambia con los años?

El miedo es una epidemia que cogí en la guerra. Y más que la guerra, los primeros años después, que se quedaron grabados a fuego. Y ahí están. Es el motor de toda la pintura: porque es el miedo al lienzo en blanco, a no saber usar con intensidad la energía que llevas dentro... El régimen fue muy inteligente en lo referente a la política de masas. Consiguió que los que estábamos en su contra asumiéramos un sentido de culpabilidad por lo que hacíamos. Hay un sonido de esa época que no he vuelto a oír y es el de crujir de dientes.

«Objetivo» (1968)

¿Por qué el interés por las multitudes?

Hubo un momento en el que se me hizo pequeño el mundo que recibes cuando lo miras de frente. A lo largo de la Historia, todos los pintores retrataron lo que tenían delante de los ojos. Pero eso tiene un inconveniente: lo que hay detrás de ti, ahora mismo, no lo veo. ¿Por qué a nadie se le ocurrió coger la mirada y situarla a vista de pájaro? Para mí fue descubrir un mundo, porque además de poder expresar el miedo de la gente, la necesidad de huir de Dios sabe qué, descubría algo interesante: que el lienzo es una superfice plana, pero cualquier punto, sobre el mismo, crea diferencias plásticas básicas, y a veces los claros, donde no hay un sujeto dibujado, es más importante que donde sí los hay.

«La Declaración Universal de los Derechos Humanos nos define de una forma muy bella: somos “la familia humana”. Es simple, pero bello»

Esos huecos son puntos en el espacio. Y colocar puntos en el espacio es el ABC de la pintura. A veces me traen cuadros porque se les ha caído una figurita. Quieren que «los restaure»; yo no sé que es eso. Lo que yo hago es seguir pintándolos, hasta tal punto que lo mismo siento necesidad de poner esa figurita caída y otra más, y otra más... Y sigo descubriendo cosas.

La historia de «El abrazo» es singular. ¿Tiene vigencia hoy?

Claro. Sobre todo ahora, que preside un salón de sesiones fundamental en el Congreso , que es donde se supone que surgen las ideas. Mi esperanza es que los políticos le echaran de vez en cuando una miradita, descubrir que la gente se puede abrazar. Que es necesario. La Declaración Universal de los Derechos Humanos nos define de una forma muy bella: somos «la familia humana». Es simple, pero bello. Navegamos por el universo, todos en una bolita. Es tan absurdo que nos creemos problemas entre nosotros...

Esa obra nació como cartel por la libertad de los presos políticos de la época. Cataluña ha hecho que el concepto regrese, no sé si banalizado. ¿Hay hoy presos políticos en España?

Hombre. Yo no veo a gente encarcelada en España por votar. Lo que ocurre es que si hablamos de «nacionalismo» habría que fijarse en todos. Estamos muy obsesionados con que se rompe España. Yo siempre he pensado que una solución para el futuro sería una federación ibérica. Portugal está ahí al lado, son nuestros hermanos y estamos llenos de soberbia hacia ellos. Podríamos ser una confederación de Estados libres, como Alemania o EE.UU., seríamos la nación de Europa más fuerte.

Ahora que vivimos una oleada feminista, ¿no le han acusado de haber pocas mujeres en ese «Abrazo»?

Fue mi gran problema... Pero es que me sobrevino una gran duda: si yo pintaba un cuadro de mujeres y hombres abrazándose, la cosa perdía el sentido. Podría parecer que estaban en un burdel. Me costaba meter a la mujer: ¿Qué hago con ella? Estuve a punto de fracasar. Pero se me ocurrió el detalle, que no sé si se ve muy bien, de que, aunque solo hay una, ella abraza el espacio, abraza el futuro. ¿Ves la dificultad de no haber pintado desde arriba?

«El abrazo» (1976)

Sé que usted es un gran aficionado al fútbol. Si no me equivoco, la leyenda dice que «El abrazo» se inspira en la celebración de los futbolistas.

No es cierto. Ese cuadro nace, y me acuerdo perfectamente, mirando al patio de la calle de enfrente. De allí salen cada día gritando los niños. Un día me quedé mirando a un grupo que celebraba algo que había hecho... Era un símbolo perfecto. Porque yo siempre he querido representar la ilusión en política, el ir hacia mejor. Es mi preocupación: ¿Por qué no somos mejores? Con lo fácil que parece.

¿Cómo representaría la situación actual si tuviera que hacer alguna obra conmemorativa de esta época?

¡Quita! Si no hemos acabado ese símbolo, ¿para qué pintar otro? Cuando no hablemos en clave de malos y buenos, de tú y yo, esa cosa de pensar tan dualmente que es España (en los toros, sol y sombra; en política, sí o no, izquierda o derecha...), con los matices de los grises, la obra se habrá completado.

Hablando de colores, asegura que fue Bacon el que le dio pie a saltar a ellos, en un intento de buscar su dramatismo. ¿Podría el panorama hacer que volviera al blanco y negro?

En una ocasión, Felipe González me dijo: «¡Hombre! ¡He visto color en tu pintura! ¡Qué maravilla, la cosa va mejor!». Ganas me dieron de decir: «No será gracias a ti, pero bueno». Esto no sé si lo deberías poner...

¿También yerro si le digo haber leído que sus multitudes se inspiran en las pinturas parietales de Levante?

Me he inspirado en muchas cosas, también esa. En el fútbol esa perspectiva es clara. Mira, cuando llevo trabajando un mes o mes y medio, me voy a descansar a Valencia, a un apartamento que tengo en el Perelló, un piso nueve frente al mar. Y a la gente de abajo la veo como a la de los cuadros. Me marcho para olvidarme de pintar y allí es donde me salen las ideas...

Detalle del montaje de «La unidad dividida por cero» en el Niemeyer J. D.-G.

«Primero hay que pintar, después pensar», declara. Por eso le gusta hacerlo nada más levantarse, cuando aún está como en duermevela.

Ha sido así hasta hace unos meses. Estaba como borracho de pintura y pintaba hasta desfallecer. Acababa reventado. Pero tuve una subida de tensión importante. El médico de toda la vida me dijo que esos calentones se habían acabado si quería resistir. Siempre me he cuidado: hago gimnasia, como bien... Y es el consejo que le doy a los jóvenes: invertir tiempo en el trabajo. Si eres capaz de resistir un día entero, dos, pintando, sí que eres pintor. Si no, solo eres alguien que quiere pintar.

Admítame que es raro casarse con una pintora y que todos sus hijos le salgan artistas. Lo demuestra la exposición actual en el Niemeyer. ¿Cómo sucedió todo esto?

Vengo de una familia obrera. Y esa es una sociedad acostumbrada al prestigio del trabajo, que es lo que yo he querido inculcar a mis hijos. Sigo en eso, pese a mí mismo. Mi tradición también era la de la pintura romántica, con todo por los suelos. Ahora se impone más el método. Pero tiene que imponerse cierta sorpresa.

¿Cómo ha sido la experiencia de trabajar con ellos en «La unidad dividida por cero»?

Me habría gustado que uno fuera filósofo y otro médico, pero quisieron ser artistas. Así se hablaría en casa de muchas cosas. Luego «han huido»: cada uno ha hecho su carrera. Entiendo que no es fácil lo de ser hijo de otro artista. Y sin parecerse nada a mí, esta exposición de Avilés marca cómo la obra de cada uno es completamente diferente, pero en la que se respira cierta cosa que nos une. Eso es curioso. Será porque somos una familia muy unida.

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